martes, 24 de agosto de 2010

CONTENIDO DEL MANUAL DE LECTURA DE LITERATURA MEXICANA E IBEROAMERICANA

Uno
En el principio Dios iba a la escuela y se ponía a jugar fútbol con sus amigos hasta que llegaba la hora de irse con sus amigos a sus salones. Aunque Dios sabe muchas cosas, quiere aprender más y hacer cosas nuevas. Un día Dios dijo: ‘hoy trabajé mucho y es hora de ir a recreo’. Dios y sus amigos se pusieron a jugar fútbol y Dios chutó tan duro la pelota que cayó en un rosal y se ponchó. Al explotar la pelota, se creó el universo y todas las cosas que conocemos”.Rodrigo Navarro Morales. 7 años. Instituto Alexander Bain

UN CORAZÓN DE CHOCOLATES

Odio los chocolates.
Mucho más los que son caprichos
de San Valentín:
demasiado alcohol,
demasiados azúcares,
demasiados sabores que envenenan.

Los odio por su alharaca,
los odio porque cada uno es diferente del anterior,
los odio porque no puedo evitarlos,
los odio porque sin su sabor no soy nada,
los odio porque sí,
porque del odio al amor
sólo hay un bocado.

Dana Gelinas

Carta a una señorita en París

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
Julio Cortázar


Poesía y poema

La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aisla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo.
Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la idea. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!

Octavio Paz

HAIKUSLA ARAÑARecorriendo su telaesta luna clarísimatiene a la araña en vela.EL SAÚZTierno saúzcasi oro, casi ámbar,casi luz...LOS GANSOSPor nada los gansostocan alarmaen sus trompetas de barro.LA TORTUGAAunque jamás se muda,a tumbos, como carro de mudanzas,va por la senda la tortuga.HOJAS SECASEl jardín está lleno de hojas secas;nunca vi tantas hojas en sus árbolesverdes, en primavera.LOS SAPOSTrozos de barro,por la senda en penumbra,saltan los sapos.EL MURCIÉLAGO¿Los vuelos de la golondrinaensaya en la sombra el murciélagopara luego volar de día...?MARIPOSA NOCTURNADevuelve a la desnuda rama,mariposa nocturna,las hojas secas de tus alas.LUCIÉRNAGASLuciérnagas en un árbol...¿Navidad en verano?EL RUISEÑORBajo el celeste pavordelira por la única estrellael cántico del ruiseñor.LA LUNALa Luna es arañade plataque tiene su telarañaen el río que la retrataHONGOParece la sombrillaeste hongo policromode un sapo japonistaLIBÉLULAPorfía la libélulapor emprender su cruz transparenteen la rama desnuda y trémulaEN LILIPUTHormigas sobre ungrillo, inerte. Recuerdode Guliver en Liliput... UN MONOEl pequeño mono me mira...¡Quisiera decirmealgo que se le olvida!LA CARTABusco en vano en la cartade adiós irremediable,la huella de una lágrima... IDENTIDADLágrimas que vertíala prostituta negra,blancas..., ¡como las mías...!

José Juan Tablada
Torito
Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas... Y es así, ñato. Más largas que esperanza'e pobre. Fijáte que yo a la noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora... Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El patrón me decía: "Pibe, andáte al sobre, mañana hay que meterle duro y parejo". Una noche que me le escapaba era una casualidad. El patrón... Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar p'arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los ocho no me agarra tan mal el rubio.
Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. "Lo fajás en seis rounds, pibe", pero fumaba como loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra al final. La noche del Tani, te acordás pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta. Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba, abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él, pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani quieto entre los de él, más chatos que cinco e'queso. Pobre Tani. Por qué me acuerdo de él, decime un poco. A lo mejor yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme estaba. Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar disimulando. Te fajó y se acabó. Lo malo que yo no quería creer. Estaba acostado en el hotel, y el patrón fumaba y fumaba, casi no había luz. Me acuerdo que hacía calor. Después me pusieron hielo, fijáte un poco yo con hielo. El trompa no decía nada, lo malo que no decía nada. Te juro que tenía ganas de llorar, como cuando ella... Pero para qué te vas a hacer mala sangre. Si llego a estar solo, te juro que moqueo. "Mala pata, patrón", le dije. Qué más le iba a decir. Él dale que dale al tabaco. Fue suerte dormirme. Como ahora, cada vez que agarro el sueño me saco la lotería. De día tenés la radio que trajo la hermanita, la radio que... Parece mentira, ñato. Bueno, te oís unos tanguitos y las transmisiones de los teatros. ¿Te gusta Canaro a vos? A mí Fresedo, che, y Pedro Maffia. Si los habré visto en el ringside, me iban a ver todas las veces. Podés pensar en eso, y se te acortan las horas. Pero a la noche qué lata, viejo. Ni la radio, ni la hermanita, y en una de esas te agarra la tos, y dale que dale, y por ahí uno de otra cama se rechifla y te pega un grito. Pensar que antes... Fijáte que ahora me cabreo más que antes. En los diarios salía que de pibe los peleaba a los carreros en la Quema. Puras macanas, che, nunca me agarré a trompadas en la calle. Una o dos veces, y no por mi culpa, te juro. Me podés creer. Cosas que pasan, estás con la barra, caen otros y en una de esas se arma. No me gustaba, pero cuando me metí la primera vez me di cuenta que era lindo. Claro, cómo no va a ser lindo si el que cobraba era el otro. De pibe yo peleaba de zurda, no sabés lo que me gustaba fajar de zurda. Mi vieja se descompuso la primera vez que me vio pelearme con uno que tenía como treinta años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el tipo se vino al suelo no lo podía creer. Te voy a decir que yo tampoco, creéme que las primeras veces me parecía cosa de suerte. Hasta que el amigo del trompa me fue a ver al club y me dijo que había que seguir. Te acordás de esos tiempos, pibe. Qué pestos. Había cada pesado que te la voglio dire. "Vos metele nomás", decía el amigo del patrón. Después hablaba de profesionales, del Parque Romano, de River. Yo qué sabía, si nunca tenía cincuenta guitas para ir a ver nada. También la noche que me dio veinte pesos, qué alegrón. Fue con Tala, o con aquel flaco zurdo, ya ni me acuerdo. Lo saqué en dos vueltas, ni me tocó. Vos sabés que siempre mezquiné la cara. Si me llego a sospechar lo del rubio... Vos creés que tenés la pera de fierro, y en eso te la hacen sonar de una piña. Qué fierro ni que ocho cuartos. Veinte pesos, pibe, imagínate un poco. Le di cinco a la vieja, te juro que de compadre, pa mostrarle. La pobre me quería poner agua de azahar en la muñeca resentida. Cosas de la vieja, pobre. Si te fijás, fue la única que tenía esas atenciones, porque la otra... Ahí tenés, apenas pienso en la otra, ya estoy de vuelta en Nueva York. De Lanús casi no me acuerdo, se me borra todo. Un vestido a cuadritos, sí, ahora veo, y el zaguán de Don Furcio, y también las mateadas. Cómo me tenían en esa casa, los pibes se juntaban a mirarme por la reja, y ella siempre pegando algún recorte de Crítica o de Última Hora en el álbum que había empezado, o me mostraba las fotos del Gráfico. ¿Vos nunca te viste en foto? Te hace impresión la primera vez, vos pensás pero ése soy yo, con esa cara. Después te das cuenta que la foto es linda, casi siempre sos vos que estás fajando, o al final con el brazo levantado. Yo venía con mi Graham Paige, imaginate, me empilchaba para ir a verla, y el barrio se alborotaba. Era lindo matear en el patio, y todos me preguntaban qué sé yo cuánta cosa. Yo a veces no podía creer que era cierto, de noche antes de dormirme me decía que estaba soñando. Cuando le compré el terreno a la vieja, qué barullo que hacían todos. El trompa era el único que se quedaba tranquilo. "Hacés bien, pibe", decía, y dale al tabaco. Me parece estarlo viendo la primera vez, en el club de la calle Lima. No, era en Chacabuco, esperá que no me acuerdo, pero si era en Lima, infeliz, no te acordás del vestuario todo de verde, con más mugre... Esa noche el entrenador me presentó al patrón, resultaba que eran amigos, cuando me dijo el nombre casi me agarro de las sogas, apenas lo vi que me miraba yo pensé: "Vino para verme pelear", y cuando el entrenador me lo presentó me quería morir. Él no me había dicho nunca nada, de puro rana, pero hizo bien, así yo iba subiendo despacio, sin engolosinarme. Como el pobre zurdito, que lo llevaron a River en un año, y en dos meses se vino abajo que daba miedo. En ese entonces no era macana, pibe. Te venía cada tano de Italia, cada gallego que te daba miedo, y no te digo nada de los rubios. Claro que a veces la gozabas, como la vez del príncipe. Eso fue un plato, te juro, el príncipe en el ringside y el patrón que me dice en el camarín: " No te andés con vueltas, no te vayas a dejar vistear que para eso los yonis son una luz", y te acordás que decían que era el campeón de Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamuyó una cosa que andá a entendele, y parecía que te iba a salir a pelear con galera. El patrón no te vayas a creer que estaba muy tranquilo, te puedo decir que él nunca se daba cuenta de cómo yo lo palpitaba. Pobre trompa, se creía que no me daba cuenta. Che, y el príncipe ahí abajo, eso fue grande, a la primera finta que me hace el rubio le largo la derecha en gancho y se la meto justo justo. Te juro que me quedé frío cuando lo vi patas arriba. Qué manera de dormir, pobre tipo. Esa vez no me dio gusto ganar, más lindo hubiera sido una linda agarrada, cuatro o cinco vueltas como con el Tani o con el yoni aquél, Herman se llamaba, uno que venía con un auto colorado y una pinta bárbara... Cobró, pero fue lindo. Qué leñada, mama mía. No quería aflojar y tenía más mañas que... Ahora que para mañas el Brujo, che. De donde me lo fueron a sacar a ése. Era uruguayo, sabés, ya estaba acabado pero era peor que los otros, se te pegaba como sanguijuela y andá sacátelo de encima. Meta forcejeo, y el tipo con el guante por los ojos, pucha me daba una bronca. Al final lo fajé feo, me dejó un claro y le entré con una ganas... Muñeco al suelo, pibe. Muñeco al suelo fastrás... Vos sabés que me habían hecho un tango y todo. Todavía me acuerdo un cacho, de Mataderos al centro, y del centro a Nueva York... Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la radio... Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me escuchaba todas las peleas. Y vos sabés que ella también me escuchaba, un día me dijo que me había conocido por la radio, porque el hermano puso la pelea con uno de los tanos... ¿Vos te acordás de los tanos? Yo no sé de dónde los iba a sacar el trompa, me los traía fresquitos de Italia, y se armaban unas leñadas en River... Hasta me hizo pelear con dos hermanos, con el primero fue colosal, al cuarto round se pone a llover, ñato, y nosotros con ganas de seguirla porque el tanito era de ley y nos fajábamos que era un contento, y en eso empezamos a refalar y dale al suelo yo, y al suelo él... Era una pantomima, hermano... La suspendieron, que macana. A la otra vez el tano cobró por las dos, y el patrón me puso con el hermano, y otro pesto... Qué tiempos, pibe, aquí sí era lindo pelear, con toda la barra que venía, te acordás de los carteles y las bocinas de auto, che, qué lío que armaban en la popular... Una vez leí que el boxeador no oye nada cuando está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye, vos te creés que yo no oía distinto entre los gringos, menos mal que lo tenía al trompa en el rincón, áperca, pibe, dale áperca. Y en el hotel, y los cafés, qué cosa tan rara, che, no te hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te hablaban y no les pescabas ni medio. Meta señas, pibe, como los mudos. Menos mal que estaba ella y el patrón para chamuyar, y podíamos matear en el hotel y de cuando en cuando caía un criollo y dale con los autógrafos, y a ver si me lo fajás bien a ese gringo pa que aprendan cómo somos los argentinos. No hablaban más que del campeonato, qué le vas a hacer, me tenían fe, che, y me daban unas ganas de salir atropellando y no parar hasta el campeón. Pero lo mismo pensaba todo el tiempo en Buenos Aires, y el patrón ponía los discos de Carlitos y los de Pedro Maffia, y el tango que me hicieron, yo no sé si sabés que me habían hecho un tango. Como a Legui, igualito. Y una vez me acuerdo que fuimos con ella y el patrón a una playa, todo el día en el agua, fue macanudo. No te creas que podía divertirme mucho, siempre con el entrenamiento y la comida cuidada, y nada que hacerle, el trompa no me sacaba los ojos. "Ya te vas a dar el gusto, pibe", me decía el trompa. Me acuerdo cuando la pelea con Mocoroa, esa fue pelea. Vos sabés que dos meses antes ya lo tenía al patrón dale que esa izquierda va mal, que no dejés entrar así, y me cambiaba los sparrings y meta salto a la soga y bife jugoso... Menos mal que me dejaba matear un poco, pero siempre me quedaba con sed de verde. Y vuelta a empezar todos los días, tené cuidado con la derecha, la tirás muy abierta, mirá que el coso no es macana. Te creés que yo no lo sabía, más de una vez lo fui a ver y me gustaba el pibe, no se achicaba nunca, y un estilo, che. Vos sabés lo que es el estilo, estás ahí y cuando hay que hacer una cosa vas y la hacés sobre el pucho, no como esos que la empiezan a zapallazo limpio, dale que va, arriba abajo los tres minutos. Una vez en El Gráfico un coso escribió que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro. No te voy a decir que yo era como Rayito, eso era para ir a verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo. Yo qué te voy a decir, al rato de empezar ya veía todo colorado y le metía nomás, pero no te vas a creer que no me daba cuenta, solamente que me salía y si me salía bien para qué te vas a afligir. Vos ves cómo fue con Rayito, está bien que no lo saqué pero lo pude. Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo, se me agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña que te la debo. Y yo meta a la cara, te juro que a la mitad ya estábamos con bronca y dale nomás. Esa vez no sentí nada, el patrón me agarraba la cabeza y decía pibe no te abrás tanto, dale abajo, pibe, guarda la derecha. Yo le oía todo pero después salíamos y meta biaba los dos, y hasta el final que no podíamos más, fue algo grande. Vos sabés que esa noche después de la pelea nos juntamos en un bodegón, estaba toda la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me dijo qué fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí que la empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te puedo contar... Lástima esta tos, te agarra descuidado y te dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse, mucha leche y estar quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que no te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar p'arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los sueños igual, la otra noche, estaba peleando de nuevo con Peralta. Por qué justo tengo que venir a embocarla en esa pelea, pensá lo que fue, pibe, mejor no acordarse. Vos sabés lo que es toda la barra ahí, todo de nuevo como antes, no como en Nueva York, con los gringos... Y la barra del ringside, toda la hinchada, y unas ganas de ganar para que vieran que... Otra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés cómo pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una mano, pero a la vuelta era distinto. No tenía ánimo, che, el patrón menos todavía, qué te vas a entrenar bien si estás triste. Y bueno, yo aquí era el campeón y él me desafió, tenía derecho. No le voy a disparar, no te parece. El patrón pensaba que le podía ganar por puntos, no te abrás mucho y no te cansés de entrada, mirá que aquél te va a boxear todo el tiempo. Y claro, se me iba para todos lados, y después que yo no estaba bien, con la barra ahí y todo te juro que tenía un cansancio en el cuerpo... Como modorra, entendés, no te puedo explicar. A la mitad de la pelea la empecé a pasar mal, después no me acuerdo mucho. Mejor no acordarse, no te parece. Son cosas que para qué. Me quisiera olvidar de todo. Mejor dormirse, total aunque soñés con las peleas a veces le acertás una linda y la gozás de nuevo. Como cuando el príncipe, qué plato. Pero mejor cuando no soñás, pibe, y estás durmiendo que es un gusto y no tosés ni nada, meta dormir nomás toda la noche dale que dale.
Julio Cortázar
A UN POETA
Nada más triste que un titán que llora,Hombre-montaña encadenado a un lirio,Que gime fuerte, que pujante implora:Víctima propia en su fatal martirio.
Hércules loco que a los pies de OnfaliaLa clava deja y el luchar rehusa,Héroe que calza femenil sandalia,Vate que olvida a la vibrante musa.
¡Quién desquijara los robustos leones,Hilando esclavo con la débil rueca;Sin labor, sin empuje, sin acciones;Puños de fierro y áspera muñeca!
No es tal poeta para hollar alfombrasPor donde triunfan femeniles danzas:Que vibre rayos para herir las sombras,Que escriba versos que parezcan lanzas.
Relampagueando la soberbia estrofa,Su surco deje de esplendente lumbre,Y el pantano de escándalo y de mofaQue no lo vea el águila en su cumbre.
Bravo soldado con su casco de oroLance el dardo que quema y que desgarra,Que embiste rudo como embiste el toro,Que clave firme, como el león, la garra.
Cante valiente y al cantar trabaje;Que ofrezca robles si se juzga monte;Que su idea, en el mal rompa y desgajeComo en la selva virgen el bisonte.
Que lo que diga la inspirada bocaSuene en el pueblo con palabra extraña;Ruido de oleaje al azotar la roca,Voz de caverna y soplo de montaña.
Deje Sansón de Dalila el regazo:Dalila engaña y corta los cabellos.No pierda el fuerte el rayo de su brazoPor ser esclavo de unos ojos bellos.
Rubén Darío
No nos hemos perdido
No nos hemos perdido.Infinitas batallas nos preceden,incontables cadáveres hinchándose sin fin bajo las lluviasy músculos y tendones rotos emergiendo como sueños entre los botones de tierra. Nos preceden veraces campos,fértiles trigales abonados sólo con sangre, siglos enteros labrados a destiempo, generaciones igual que árboles quemándose en la tormenta.Pero nosotros no nos perdimos.Entre las luces de las estrellasque no llegaron a destino y los ojos húmedos que chirriaron ardiendo en las antorchasEntre las cenizas de los cuerpos aún pegadas a los murosEntre los mares derrumbándosey las falsas Ítacas refulgiendo frente a Nadie Nosotros no nos perdimos.
Miles de otras naves nos esperabanOcéanos de muertos nos querían llevar consigo Sirenas como racimos nos llamaron con su canto Pero nosotros no nos perdimos.
Y por eso ningún cadáverni ningún grumo de sangre que cantó cuajado en el huesoni ningún tendón roto vendido en el canastoni ningún amanecer asombrado entre los verdugos ni ninguna ruina ni naufragio dejó de encontrar el cielo que es nuestro y es de todos.
Porque nos encontramos no sucumbió la eternidad Porque tú y yo no nos perdimos ningún cuerponi sueño ni amor fue perdido.
Raúl Zurita
Nocturno
A Rosario
¡Pues bien!, yo necesito decirte que te adoro, decirte que te quiero con todo el corazón; que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro, que ya no puedo tanto, y al grito en que te imploro, te imploro y te hablo en nombre de mi última ilusión.
Yo quiero que tú sepas que ya hace muchos días estoy enfermo y pálido de tanto no dormir; que están mis noches negras, tan negras y sombrías, que ya se han muerto todas las esperanzas mías, que ya no sé ni dónde se alzaba el porvenir.
De noche, cuando pongo mis sienes en la almohada y hacia otro mundo quiero mi espíritu volver, camino mucho, mucho, y al fin de la jornada, las formas de mi madre se pierden en la nada, y tú de nuevo vuelves en mi alma a aparecer.
Comprendo que tus besos jamás han de ser míos, comprendo que en tus ojos no me he de ver jamás; y te amo y en mis locos y ardientes desvaríos, bendigo tus desdenes, adoro tus desvíos, y en vez de amarte menos te quiero mucho más.
A veces pienso en darte mi eterna despedida, borrarte en mis recuerdos y huir de esta pasión; mas si es en vano todo y el alma no te olvida, ¿qué quieres tú que yo haga, pedazo de mi vida,
qué quieres tú que yo haga con este corazón?
Y luego que ya estaba concluido el santuario, tu lámpara encendida, tu velo en el altar, el sol de la mañana detrás del campanario, chispeando las antorchas, humeando el incensario, y abierta allá a lo lejos la puerta del hogar...
¡Qué hermoso hubiera sido vivir bajo aquel techo, los dos unidos siempre y amándonos los dos; tú siempre enamorada, yo siempre satisfecho, los dos una sola alma, los dos un solo pecho, y en medio de nosotros mi madre como un Dios!
¡Figúrate qué hermosas las horas de esa vida! ¡Qué dulce y bello el viaje por una tierra así!
Y yo soñaba en eso, mi santa prometida; y al delirar en eso con alma estremecida, pensaba yo en ser bueno por ti, no más por ti.
Bien sabe Dios que ese era mi más hermoso sueño, mi afán y mi esperanza, mi dicha y mi placer; ¡bien sabe Dios que en nada cifraba yo mi empeño, sino en amarte mucho en el hogar risueño que me envolvió en sus besos cuando me vio nacer!
Esa era mi esperanza... mas ya que a sus fulgores se opone el hondo abismo que existe entre los dos, ¡adiós por la vez última, amor de mis amores; la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores;
mi lira de poeta, mi juventud, adiós!
Manuel Acuña
Altazor (Prefacio)Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo;nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos delcalor. Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y deautomóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata. Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables que la noche. Amo la noche, sombrero de todos los días. La noche, la noche del día, del día al día siguiente. Mi madre hablaba como la aurora y como los dirigibles que van acaer. Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de navíoslejanos. Una tarde, cogí mi paracaídas y dije: "Entre una estrellay dos golondrinas." He aquí la muerte que se acerca como la tierraal globo que cae. Mi madre bordaba lágrimas desiertas en losprimeros arcoiris. Y ahora mi paracaídas cae de sueño en sueño porlos espacios de la muerte. El primer día encontré un pájarodesconocido que me dijo: "Si yo fuese dromedario no tendría sed.¿Qué hora es?" Bebió las gotas de rocío de mis cabellos, me lanzótres miradas y media y se alejó diciendo: "Adiós" con su pañuelosoberbio. Hacia las dos aquel día, encontré un precioso aeroplano,lleno de escamas y caracoles. Buscaba un rincón del cielo dondeguarecerse de la lluvia. Allá lejos, todos los barcos anclados,en la tinta de la aurora. De pronto, comenzaron a desprenderse,uno a uno, arrastrando como pabellón jirones de auroraincontestable. Junto con marcharse los últimos, la auroradesapareció tras algunas olas desmesuradamente infladas. Entoncesoí hablar al Creador, sin nombre, que es un simple hueco en elvacío, hermoso, como un ombligo. "Hice un gran ruido y este ruidoformó el océano y las olas del océano." Este ruido irá siemprepegado a las olas del mar y las olas del mar irán siempre pegadasa él, como los sellos en las tarjetas postales. "Después tejí unlargo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno;los días que tienen un oriente legítimo y reconstituido, peroindiscutible.""Después tracé la geografía de la tierra y las líneas de la mano.""Después bebí un poco de cognac (a causa de la hidrografía).""Después creé la boca y los labios de la boca, para aprisionarlas sonrisas equívocas y los dientes de la boca, para vigilar lasgroserías que nos vienen a la boca.""Creé la lengua de la boca que los hombres desviaron de su rol,haciéndola aprender a hablar... a ella, ella, la bella nadadora,desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador." Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza deatracción de la muerte y del sepulcro abierto. Podéis creerlo, latumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abiertacon todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuandosonríes haces pensar en el comienzo del mundo. Mi paracaídas seenredó en una estrella apagada que seguía su órbitaconcienzudamente, como si ignorara la inutilidad de sus esfuerzos.Y aprovechando este reposo bien ganado, comencé a llenar conprofundos pensamientos las casillas de mi tablero: "Los verdaderos poemas son incendios. La poesía se propaga portodas partes, iluminando sus consumaciones con estremecimientos deplacer o de agonía.""Se debe escribir en una lengua que no sea materna.""Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte.""Un poema es una cosa que será.""Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser.""Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.""Huye del sublime externo, si no quieres morir aplastado por elviento.""Si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco." Tomo mi paracaídas, y del borde de mi estrella en marcha me lanzo ala atmósfera del último suspiro. Ruedo interminablemente sobre lasrocas de los sueños, ruedo entre las nubes de la muerte. Encuentroa la Virgen sentada en una rosa, y me dice: "Mira mis manos: son transparentes como las bombillas eléctricas.¿Ves los filamentos de donde corre la sangre de mi luz intacta?""Mira mi aureola. Tiene algunas saltaduras, lo que prueba miancianidad.""Soy la Virgen, la Virgen sin mancha de tinta humana, la única queno lo sea a medias, y soy la capitana de las otras once mil queestaban en verdad demasiado restauradas.""Hablo una lengua que llena los corazones según la ley de lasnubes comunicantes.""Digo siempre adiós, y me quedo.""Ámame, hijo mío, pues adoro tu poesía y te enseñaré proezasaéreas.""Tengo tanta necesidad de ternura, besa mis cabellos, los helavado esta mañana en las nubes del alba y ahora quiero dormirmesobre el colchón de la neblina intermitente.""Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso delas golondrinas.""Ámame."

Vicente Huidobro
El Aleph (fragmento)
¡El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Jorge Luis Borges





Ajedrez

En su grave rincón, los jugadoresrigen las lentas piezas. El tablerolos demora hasta el alba en su severoámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigoreslas formas: torre homérica, ligerocaballo, armada reina, rey postrero,oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,cuando el tiempo los haya consumido,ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerracuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.Como el otro, este juego es infinito.

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizadareina, torre directa y peón ladinosobre lo negro y blanco del caminobuscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señaladadel jugador gobierna su destino,no saben que un rigor adamantinosujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero(la sentencia es de Omar) de otro tablerode negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.¿Qué Dios detrás de Dios la trama empiezade polvo y tiempo y sueño y agonías?

Jorge Luis Borges

ACTA NÚMERO UNO

El Segundo Manifiesto Estridentista aparece el 1° de enero de 1923 en la Ciudad de Puebla. A la firma de Maples Arce se suman ahora la de Germán List Arzubide, Salvador Gallardo, M.N. Lira, Mendoza, Molina y doscientos nombres más. Allí se pedía la participación de "la juventud intelectual del Estado de Puebla" y la adhesión a las "filas triunfales del estridentismo". El acento seguía siendo incendiario, panfletario, provocador. Sin embargo, nada nuevo proponía de lo que ya se había planteado en anteriores hojas-volantes. "La exaltación del tematismo sugerente de las máquinas"; el "vivir emocionalmente" o el "Ponerse en marcha hacia el futuro", no eran grandes propuestas artístico-literarias. Los insultos e improperios a los héroes nacionales sólo podían tener el mérito - efímero mérito - de sacudir a las conciencias más tradicionales: "CAGUÉMONOS: Primero: En la estatua del Gral. Zaragoza, bravucón insolente de zarzuela (…). Horror a los ídolos populares. Odio a los panegiristas sistemáticos", etc. Por último, proclamaban: "Como única verdad, la verdad estridentista. Defender el estridentismo es defender nuestra vergüenza intelectual. A los que no estén con nosotros se los comerán los zopilotes. El estridentismo es el almacén de donde se surte todo el mundo. Ser estridentista es ser hombre. Sólo los eunucos no estarán con nosotros. Apagaremos el sol de un sombrerazo. FELIZ AÑO NUEVO. ¡VIVA EL MOLE DE GUAJOLOTE!”
Manuel Maples Arce
El dinosaurio
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
La mosca que soñaba que era un águila
Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.
La tortuga y Aquiles
Por fin, según el cable, la semana pasada la tortuga llegó a la meta.
En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones.
En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.
Augusto Monterroso




MICROFICCIÓN
Andy Watson
Se castigaba con severidad a todo aquél que escribiera una mala historia. Andy Watson supo de este ajusticiamiento: luego de publicar su primer novela, misma que era aburridísima, los soldados del emperador simplemente le cortaron las manos.
Los revisteros de moda reseñaron el hecho, dijeron que Watson sería siempre -de permitírsele seguir escribiendo- un pésimo escritor, y se olvidaron de su nombre.
Empero, Andy Watson aprendió a escribir con los pies y publicó otro libro. La ley, en esta ocasión, de nueva cuenta fue implacable: le cortaron las piernas.
Watson ya no publicaría más obras, en cambio gustó de contar cuentos, invariablemente insulsos, en el ágora del pueblo. Todos los que por casualidad lo oían, temerosos de perder las orejas -según el más reciente decreto-, le arrancaron la lengua.
Hoy, lo único que hace es tomar el sol en una banca del parque, y quien lo mira, piensa inevitablemente en una buena historia: la de la azarosa vida de Andy Watson.
La victima
Juró asesinar a toda anciana que se cruzara en su vida. Y así lo hizo hasta aquel día en que siendo tan vieja como el objeto de su desprecio, al mirarse al espejo, primero con odio y luego con absurda ternura, perdonó a su última víctima.
Tras la huella
No le des más vueltas: el trastorno mental que padece Miguel es muy grave, probablemente sin remedio. La situación es clara y difícil: siente que alguien lo persigue, y por eso huye; empero, a sus espaldas, nunca nadie ha intentado siquiera acercársele. Te lo digo yo, que lo he seguido durante tantos años.
Diomedón, siglos después
Mientras se fumaba un cigarrillo, Ernesto Gómez imaginaba ganar el próximo Maratón de la Ciudad de México. Pensó en qué gastar el dinero del premio, en lo reconfortante de su futura fama, en el auto deportivo que le obsequiaría la empresa patrocinadora de la carrera, en la mujer guapa y de carnes firmes que se le acercaría con admiración, y, satisfecho, encendió otro cigarrillo -con la colilla de su anterior- y siguió imaginando. Los iniciales cinco kilómetros los trotaría dentro del gran bloque de atletas. A partir del sexto, se colocaría entre los primeros lugares. En el kilómetro diez, sería el puntero de la competencia. Del doce al veinte, bajaría dos posiciones. Al pasar el treinta y cinco, recuperaría una. En el cuarenta, la otra. Para el resto del recorrido, empezaría a oír los aplausos del público. Y así, paladeando el humo de su quinto cigarrillo y acomodándose en su silla de ruedas, Ernesto Gómez fue el ganador del maratón.
La exhibición
El ejército norteamericano mostró a los medios de información el novísimo Cazabombardero Invisible. Y aunque el General R. Smith se declaró satisfecho después de la exhibición, los numerosos periodistas que asistieron al acto no dejan de mirar con desconfianza la citada arma de guerra, ya que como dice The Washington Post: "Nadie vio nada".
Mefistófeles
Mefistófeles, como un acto más de perversión, decidió venderle su alma inmortal al doctor Fausto, quien le procuró vejez, ignorancia y nulos poderes mágicos. Con ello, Mefistófeles acrecentó su virtuosismo: nunca hasta entonces odio tanto a la humanidad; nunca hasta entonces se sintió tan dichoso. Felicidad sólo comparable con el horror de su condena: vivir en el cielo.
La cura
Cierto día despertó con un terrible dolor en la cara. Desde entonces y durante años visitó médicos generales, neurólogos, acupunturistas, homeópatas, brujas, charlatanes y otros; y a decir verdad ni aspirinas ni drogas ni agujas ni chochos ni otras tantas medicinas atinaban a quitarle el mal. Cobarde como era acabó por contratar un asesino a sueldo. Éste definitivamente lo curó.
Sangre azul
Para qué le cuento, mi cuna tiene varios blasones y mi linaje es de altísima alcurnia. Pues verá, de todavía vivir mis padres serían Marqueses. Asimismo mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Si yo le enseñara todas las ramas de mi árbol genealógico, veríamos tan sólo grandeza, dignidad y sagrados valores. Es más, mi primer ascendiente también fue un noble selvático: un chimpancé.
Amor brujo
Me dijo que ya no me amaba; le di tres cachetadas. Me dijo que su vida conmigo era una miseria; le coloqué cuatro puñetazos. Me dijo que era un macho repugnante; le planté sólo una patada. Me dijo que estaba harta de mis groserías; le sellé con cera candente los hoyuelos de las orejas. Me dijo que le daba náuseas; le destrocé la nariz a cabezazos. Me dijo que en la primera oportunidad me mataría; le amputé las manos. Me dijo que tenía un amante; le corté un pecho. Me maldijo; le corté el otro. Me dijo que me había convertido en un ser abominable; le traje un espejo y se lo puse enfrente; desmayó. ¡Oh, Dios misericordioso -"yo soy el Dios misericordioso", pensé- qué delicia tenía ante mis ojos!, fui a la cocina y regresé con lo indispensable: aceite de oliva, un diente de ajo, sal, limón, cebolla, salsa inglesa, un poco de jitomate, pimienta negra y una copa de oporto; y después, después de contemplarla un rato largo, con lágrimas en los ojos, me la comí.



Jaque al rey
En cuanto el juego es perfecto, desaparece el juego. G.K. Chesterton
Tardó veinticinco años de estudios y de derivaciones lógicas pero por fin lo logró: quitar el velo a todo movimiento, conocer una por una cada táctica, descubrir hasta el más mínimo secreto del ajedrez, para así derrotar a cualquiera. Sin embargo, cuando se supo invencible, dicho juego le aburría demasiado cómo para jugar una sola partida.
La magia del sauna
El obeso Sr Walsh descubrió la gran fórmula: si permanecía dos minutos más -con respecto a la mañana anterior- adentro del baño-sauna, dicho acto de voluntad le significaría adelgazar un kilogramo de peso diariamente. Y como quien dice, puso cuerpo a la obra (o anti-obra, diría alguno). Y pasaron los meses: y las mañanas de sauna se volvieron mañanas y tardes; y las mañanas y tardes: mañanas, tardes y noches. No obstante, llegó el momento en que el delgadísimo Sr. Walsh no tenía kilogramos de su cuerpo que restar pero sí minutos del día que sumar; esto fue cuando desapareció al enflaquecer un segundo de más.
El volador
Apagó el televisor y la guerra contra el mal estaba declarada. Pedrito iba a ser el primer niño Superhéroe. No obstante, para ello tenía que volverse diestro en el arte de volar, acción que en realidad no presentaba mayor problema, pues tan sólo consistía en saltar al vacío desde el séptimo piso de donde vivía y extender los brazos como Clark Kent cuando se convierte en Supermán. Así que Pedrito abrió la ventana de su habitación. Miró a la banqueta. Padeció vértigo. Dudó un instante; lo pensó dos veces. Sin embargo, valerosamente se arrojó al precipicio. Y "voló al cielo", según dice su epitafio.
Un cuento de amor
Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. Él -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un sólo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa, y, de dos mordidas, se la comió
La sirena
La vi y me quedé boquiabierto: sin duda era una sirena. Cabellos rojos, rostro de infanta, pechos frondosos y cola de pez. En ese momento sentí que mi sola presencia la aterró, pues se revolvía espantosamente como si quisiera escapar de algo: su torso desnudo y su monstruosa cola emergían y desaparecían a raz de la marea. Su canto, asimismo, se asemejaba más a un lamento que a una entonación melodiosa. La imagen duró apenas unos instantes. Más tarde me enteré que en esa misma playa una mujer fue devorada por un tiburón.
La herencia de Medusa
Estas piezas, damas y caballeros, pertenecen a una época oscura de la cultura griega. Su autor, autora mejor dicho, respondía al nombre de Medusa. De ella se dicen muchas cosas, la mayoría falsas. Sin embargo, lo cierto es que puede ser considerada la madre de la escultura realista, como lo demuestra este grupo de cuerpos humanos. También se dice que fue muerta por un maniático llamado Perseo, quien celoso del buen arte de la señora le cortó la cabeza.
La escuela de Elea
-El movimiento no existe -dijo muy quieto un profesor de filosofía.
"Es un hecho: para atrás y para adelante no hay nada", puntualizó. "El pasado y el futuro, en cuanto entidades de realidad, no son sino una mera ficción. ¿Qué nos queda? ¿El presente? Tampoco, ya que a cada momento se convierte en pasado y a cada momento se convierte en futuro. ¡Oh, terrible inmovilidad! Pues si me muevo -y el profesor se movió-, vean qué sucede".
En el salón sólo hubo murmullos e incertidumbre, pero se comprobó la tesis del catedrático: no sucedió nada.
Marcial Fernández

Capítulo 32 [Rayuela, fragmento]
Bebé Rocamadour, bebé, mon bebé. Rocamadour:
Rocamadour, ya sé que es como un espejo. Estás durmiendo o mirándote los pies. Yo aquí sostengo un espejo y creo que sos vos. Pero no lo creo, te escribo porque no sabes leer. Si supieras no te escribiría o te escribiría cosas importantes. Alguna vez tendré que escribirte que te portes bien o que te abrigues. Parece increíble que alguna vez, Rocamadour. Ahora solamente te escribo en el espejo, de vez en cuando tengo que secarme el dedo porque se moja de lágrimas. ¿ Por qué, Rocamadour ? No estoy triste, tu mamá es una pavota, se me fue al fuego el borsch que había hecho para Horacio; vos sabés quién es Horacio, Rocamadour, el señor que el domingo te llevó el conejito de terciopelo y que se aburría mucho porque vos y yo nos estábamos diciendo tantas cosas y él quería volver a París; entonces te pusiste a llorar y él te mostró como el conejito movía las orejas; en ese momento estaba hermoso, quiero decir Horacio, algún día comprenderás, Rocamadour.
Rocamadour, es idiota llorar así porque el borsch se ha ido al fuego. La pieza está llena de remolacha, Rocamadour, te divertirías si vieras los pedazos de remolacha y la crema, todo tirado por el suelo. Menos mal que cuando venga Horacio ya habré limpiado, pero primero tenía que escribirte, llorar así es tonto, las cacerolas se ponen blandas, se ven como halos en los vidrios de la ventana, y ya no se oye cantar a la chica del piso de arriba que canta todo el día Les amants du Havre. Cuando estemos juntos te lo contaré, verás. Puisque la terre est ronde, mon amour t'en fais pas, mon amour, t'en fais pas...Horacio la silba de noche cuando escribe o dibuja. A ti te gustaría, Rocamadour. A vos te gustaría, Horacio se pone furioso porque me gusta hablar de tú como Perico, pero en el Uruguay es distinto. Perico es el señor que no te llevó nada el otro día pero que hablaba tanto de los niños y la alimentación. Sabe muchas cosas, un día le tendrás mucho respeto, Rocamadour, y serás un tonto si le tienes respeto. Si le tenés, si le tenés respeto, Rocamadour.
Rocamadour, madame Irène no está contenta de que seas tan lindo, tan alegre, tan llorón y gritón y meón. Ella dice que todo está muy bien y que eres un niño encantador, pero mientras habla esconde las manos en los bolsillos del delantal como hacen algunos animales malignos, Rocamadour, y eso me da miedo. Cuando se lo dije a Horacio, se reía mucho, pero no se da cuenta de que yo lo siento, y que aunque no haya ningún animal maligno que esconde las manos, yo siento, no sé lo que siento, no lo puedo explicar. Rocamadour, si en tus ojitos pudiera leer lo que te ha pasado en esos quince días, momento por momento. Me parece que voy a buscar otra nourrice aunque Horacio se ponga furioso y diga, pero a ti no te interesa lo que él dice de mí. Otra nourrice que hable menos, no importa si dice que eres malo o que lloras de noche o que no quieres comer, no importa si cuando me lo dice yo siento que no es maligna, que me está diciendo algo que no puede dañarte. Todo es tan raro, Rocamadour, por ejemplo me gusta decir tu nombre y escribirlo, cada vez me parece que te toco la punta de la nariz y que te reís, en cambio madame Irène no te llama nunca por tu nombre, dice l'enfant, fíjate, ni siquiera dice le gosse, dice l'enfant, es como si se pusiera guantes de goma para hablar, a lo mejor los tiene puestos y por eso mete las manos en los bolsillos y dice que sos tan bueno y tan bonito.
Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda. No te puedo explicar porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio llegará en seguida. ¿Le dejo leer mi carta para que él también te diga alguna cosa ? No, yo tampoco querría que nadie leyera una carta que es solamente para mí. Un gran secreto entre los dos, Rocamadour. Ya no lloro más, estoy contenta, pero es tan difícil entender las cosas, necesito tanto tiempo para entender un poco eso que Horacio y los otros entienden en seguida, pero ellos que todo lo entienden tan bien no te pueden entender a ti y a mí, no entienden que yo no puedo tenerte conmigo, darte de comer y cambiarte los pañales, hacerte dormir o jugar, no entienden y en realidad no les importa, y a mí que tanto me importa solamente sé que no te puedo tener conmigo, que es malo para los dos, que tengo que estar sola con Horacio, vivir con Horacio, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que él busca y que también buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también buscarás como un gran tonto.
Es así, Rocamadour: En París somos como hongos crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos y pone discos de Vivaldi, enciende los cigarrillos y habla como Horacio y Gregorovius y Wong y yo, Rocamadour, y como Perico y Ronald y Babs, todos hacemos el amor y freímos huevos y fumamos, ah, no puedes saber todo lo que fumamos, todo lo que hacemos el amor, parados, acostados, de rodillas, con las manos, con las bocas, llorando o cantando, y afuera hay de todo, las ventanas dan al aire y eso empieza con un gorrión o una gotera, llueve muchísimo aquí, Rocamadour, mucho más que en el campo, y las cosas se herrumbran, las canaletas, las patas de las palomas, los alambres con que Horacio fabrica esculturas. Casi no tenemos ropa, nos arreglamos con tan poco, un buen abrigo, unos zapatos en lo que no entre el agua, somos muy sucios, todo el mundo es muy sucio y hermoso en París, Rocamadour, las camas huelen a noche y a sueño pesado, debajo hay pelusas y libros, Horacio se duerme y el libro va a parar abajo de la cama, hay peleas terribles porque los libros no aparecen y Horacio cree que se los ha robado Ossip, hasta que un día aparecen y nos reímos, y casi no hay sitio para poner nada, ni siquiera otro par de zapatos, Rocamadour, para poner una palangana en el suelo hay que sacar el tocadiscos, pero donde ponerlo si la mesa está llena de libros. Yo no te podría tener aquí, aunque seas tan pequeño no cabrías en ninguna parte, te golpearías contra las paredes. Cuando pienso en eso me pongo a llorar, Horacio no entiende, cree que soy mala, que hago mal en no traerte, aunque sé que no te aguantaría mucho tiempo. Nadie se aguanta aquí mucho tiempo, ni siquiera tú y yo, hay que vivir combatiéndose, es la ley, la única manera que vale la pena pero duele, Rocamadour, y es sucio y amargo, a ti no te gustaría, tú que ves a veces los corderitos en el campo, o que oyes los pájaros parados en la veleta de la casa. Horacio me trata de sentimental, me trata de materialista, me trata de todo porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, Rocamadour, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero, si uno se ordena como un cajón de la cómoda y te pone a ti de un lado, el domingo del otro, el amor de la madre, el juguete nuevo, la gare de Montparnasse, el tren, la visita que hay que hacer. No me da la gana de ir, Rocamadour, y tú sabes que está bien y no estás triste. Horacio tiene razón, no me importa nada de ti a veces, y creo que eso me lo agradecerás un día cuando comprendas, cuando veas que valía la pena que yo fuera como soy. Pero lloro lo mismo, Rocamadour, me equivoco, porque a lo mejor soy mala o estoy enferma o un poco idiota, no mucho, un poco pero eso es terrible, la sola idea me da cólicos, tengo completamente metidos para adentro los dedos de los pies, voy a reventar los zapatos si no me los saco, y te quiero tanto, Rocamadour, bebé Rocamadour, dientecito de ajo, te quiero tanto, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete ...
Julio Cortázar


Los detectives salvajes [Fragmento]
2 de noviembre
He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.
3 de noviembre
No sé muy bien en qué consiste el realismo visceral. Tengo diecisiete años, me llamo Juan García Madero, estoy en el primer semestre de la carrera de Derecho. Yo no quería estudiar Derecho sino Letras, pero mi tío insistió y al final acabé transigiendo. Soy huérfano. Seré abogado. Eso le dije a mi tío y a mi tía y luego me encerré en mi habitación y lloré toda la noche. O al menos una buena parte. Después, con aparente resignación, entré en la gloriosa Facultad de Derecho, pero al cabo de un mes me inscribí en el taller de poesía de Julio César Álamo, en la Facultad de Filosofía y Letras, y de esa manera conocí a los real visceralistas o viscerrealistas e incluso vicerrealistas como a veces gustan llamarse. Hasta entonces yo había asistido cuatro veces al taller y nunca había ocurrido nada, lo cual es un decir, porque bien mirado siempre ocurrían cosas: leíamos poemas y Álamo, según estuviera de humor, los alababa o los pulverizaba; uno leía, Álamo criticaba, otro leía, Álamo criticaba, otro más volvía a leer, Álamo criticaba. A veces Álamo se aburría y nos pedía a nosotros (los que en ese momento no leíamos) que criticáramos también, y entonces nosotros criticábamos y Álamo se ponía a leer el periódico.
El método era el idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor.
Por otra parte no puedo decir que Álamo fuera un buen crítico, aunque siempre hablaba de la crítica. Ahora creo que hablaba por hablar. Sabía lo que era una perífrasis, no muy bien, pero lo sabía. No sabía, sin embargo, lo que era una pentapodia (que, como todo el mundo sabe, en la métrica clásica es un sistema de cinco pies), tampoco sabía lo que era un nicárqueo (que es un verso parecido al falecio), ni lo que era un tetrástico (que es una estrofa de cuatro versos). ¿Que cómo sé que no lo sabía? Porque cometí el error, el primer día de taller, de preguntárselo. No sé en qué estaría pensando. El único poeta mexicano que sabe de memoria estas cosas es Octavio Paz (nuestro gran enemigo), el resto no tiene ni idea, al menos eso fue lo que me dijo Ulises Lima minutos después de que yo me sumara y fuera amistosamente aceptado en las filas del realismo visceral. Hacerle esas preguntas a Álamo fue, como no tardé en comprobarlo, una prueba de mi falta de tacto. Al principio pensé que la sonrisa que me dedicó era de admiración. Luego me di cuenta que más bien era de desprecio. Los poetas mexicanos (supongo que los poetas en general) detestan que se les recuerde su ignorancia. Pero yo no me arredré y después de que me destrozara un par de poemas en la segunda sesión a la que asistía, le pregunté si sabía qué era un rispetto. Álamo pensó que yo le exigía respeto para mis poesías y se largó a hablar de la crítica objetiva (para variar), que es un campo de minas por donde debe transitar todo joven poeta, etcétera, pero no lo dejé proseguir y tras aclararle que nunca en mi corta vida había solicitado respeto para mis pobres creaciones volví a formularle la pregunta, esta vez intentando vocalizar con la mayor claridad posible.
—No me vengas con chingaderas, García Madero —dijo Álamo.
—Un rispetto, querido maestro, es un tipo de poesía lírica, amorosa para ser más exactos, semejante al strambotto, que tiene seis u ocho endecasílabos, los cuatro primeros con forma de serventesio y los siguientes construidos en pareados. Por ejemplo... —y ya me disponía a darle uno o dos ejemplos cuando Álamo se levantó de un salto y dio por terminada la discusión. Lo que ocurrió después es brumoso (aunque yo tengo buena memoria): recuerdo la risa de Álamo y las risas de los cuatro o cinco compañeros de taller, posiblemente celebrando un chiste a costa mía.
Otro, en mi lugar, no hubiera vuelto a poner los pies en el taller, pero pese a mis infaustos recuerdos (o a la ausencia de recuerdos, para el caso tan infausta o más que la retención mnemotécnica de éstos) a la semana siguiente estaba allí, puntual como siempre.
Creo que fue el destino el que me hizo volver. Era mi quinta sesión en el taller de Álamo (pero bien pudo ser la octava o la novena, últimamente he notado que el tiempo se pliega o se estira a su arbitrio) y la tensión, la corriente alterna de la tragedia se mascaba en el aire sin que nadie acertara a explicar a qué era debido. Para empezar, estábamos todos, los siete aprendices de poetas inscritos inicialmente, algo que no había sucedido en las sesiones precedentes. También: estábamos nerviosos. El mismo Álamo, de común tan tranquilo, no las tenía todas consigo. Por un momento pensé que tal vez había ocurrido algo en la universidad, una balacera en el campus de la que yo no me hubiera enterado, una huelga sorpresa, el asesinato del decano de la facultad, el secuestro de algún profesor de Filosofía o algo por el estilo. Pero nada de esto había sucedido y la verdad era que nadie tenía motivos para estar nervioso. Al menos, objetivamente nadie tenía motivos. Pero la poesía (la verdadera poesía) es así: se deja presentir, se anuncia en el aire, como los terremotos que según dicen presienten algunos animales especialmente aptos para tal propósito. (Estos animales son las serpientes, los gusanos, las ratas y algunos pájaros.) Lo que sucedió a continuación fue atropellado pero dotado de algo que a riesgo de ser cursi me atrevería a llamar maravilloso. Llegaron dos poetas real visceralistas y Álamo, a regañadientes, nos los presentó aunque sólo a uno de ellos conocía personalmente, al otro lo conocía de oídas o le sonaba su nombre o alguien le había hablado de él, pero igual nos lo presentó.
No sé qué buscaban ellos allí. La visita parecía de naturaleza claramente beligerante, aunque no exenta de un matiz propagandístico y proselitista. Al principio los real visceralistas se mantuvieron callados o discretos. Álamo, a su vez, adoptó una postura diplomática, levemente irónica, de esperar los acontecimientos, pero poco a poco, ante la timidez de los extraños, se fue envalentonando y al cabo de media hora el taller ya era el mismo de siempre. Entonces comenzó la batalla. Los real visceralistas pusieron en entredicho el sistema crítico que manejaba Álamo; éste, a su vez, trató a los real visceralistas de surrealistas de pacotilla y de falsos marxistas, siendo apoyado en el embate por cinco miembros del taller, es decir todos menos un chavo muy delgado que siempre iba con un libro de Lewis Carroll y que casi nunca hablaba, y yo, actitud que con toda franqueza me dejó sorprendido, pues los que apoyaban con tanto ardimiento a Álamo eran los mismos que recibían en actitud estoica sus críticas implacables y que ahora se revelaban (algo que me pareció sorprendente) como sus más fieles defensores. En ese momento decidí poner mi grano de arena y acusé a Álamo de no tener idea de lo que era un rispetto; paladinamente los real visceralistas reconocieron que ellos tampoco sabían lo que era pero mi observación les pareció pertinente y así lo expresaron; uno de ellos me preguntó qué edad tenía, yo dije que diecisiete años e intenté explicar una vez más lo que era un rispetto; Álamo estaba rojo de rabia; los miembros del taller me acusaron de pedante (uno dijo que yo era un academicista); los real visceralistas me defendieron; ya lanzado, le pregunté a Álamo y al taller en general si por lo menos se acordaban de lo que era un nicárqueo o un tetrástico. Y nadie supo responderme.
La discusión no acabó, contra lo que yo esperaba, en una madriza general. Tengo que reconocer que me hubiera encantado. Y aunque uno de los miembros del taller le prometió a Ulises Lima que algún día le iba a romper la cara, al final no pasó nada, quiero decir nada violento, aunque yo reaccioné a la amenaza (que, repito, no iba dirigida contra mí) asegurándole al amenazador que me tenía a su entera disposición en cualquier rincón del campus, en el día y a la hora que quisiera.
El cierre de la velada fue sorprendente. Álamo desafió a Ulises Lima a que leyera uno de sus poemas. Éste no se hizo de rogar y sacó de un bolsillo de la chamarra unos papeles sucios y arrugados. Qué horror, pensé, este pendejo se ha metido él solo en la boca del lobo. Creo que cerré los ojos de pura vergüenza ajena. Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear. Para mí aquél era uno de estos últimos. Cerré los ojos, como ya dije, y oí carraspear a Lima. Oí el silencio (si eso es posible, aunque lo dudo) algo incómodo que se fue haciendo a su alrededor. Y finalmente oí su voz que leía el mejor poema que yo jamás había escuchado. Después Arturo Belano se levantó y dijo que andaban buscando poetas que quisieran participar en la revista que los real visceralistas pensaban sacar. A todos les hubiera gustado apuntarse, pero después de la discusión se sentían algo corridos y nadie abrió la boca. Cuando el taller terminó (más tarde de lo usual) me fui con ellos hasta la parada de camiones. Era demasiado tarde. Ya no pasaba ninguno, así que decidimos tomar juntos un pesero hasta Reforma y de allí nos fuimos caminando hasta un bar de la calle Bucareli en donde estuvimos hasta muy tarde hablando de poesía.
En claro no saqué muchas cosas. El nombre del grupo de alguna manera es una broma y de alguna manera es algo completamente en serio. Creo que hace muchos años hubo un grupo vanguardista mexicano llamado los real visceralistas, pero no sé si fueron escritores o pintores o periodistas o revolucionarios. Estuvieron activos, tampoco lo tengo muy claro, en la década de los veinte o de los treinta. Por descontado, nunca había oído hablar de ese grupo, pero esto es achacable a mi ignorancia en asuntos literarios (todos los libros del mundo están esperando a que los lea). Según Arturo Belano, los real visceralistas se perdieron en el desierto de Sonora. Después mencionaron a una tal Cesárea Tinajero o Tinaja, no lo recuerdo, creo que por entonces yo discutía a gritos con un mesero por unas botellas de cerveza, y hablaron de las Poesías del Conde de Lautréamont, algo en las Poesías relacionado con la tal Tinajero, y después Lima hizo una aseveración misteriosa. Según él, los actuales real visceralistas caminaban hacia atrás. ¿Cómo hacia atrás?, pregunté.
—De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido.
Dije que me parecía perfecto caminar de esa manera, aunque en realidad no entendí nada. Bien pensado, es la peor forma de caminar.
Más tarde llegaron otros poetas, algunos real visceralistas, otros no, y la barahúnda se hizo imposible. Por un momento pensé que Belano y Lima se habían olvidado de mí, ocupados en platicar con cuanto personaje estrafalario se acercaba a nuestra mesa, pero cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No dijeron «grupo» o «movimiento», dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y después cantamos una canción ranchera. Eso fue todo. La letra de la canción hablaba de los pueblos perdidos del norte y de los ojos de una mujer. Antes de ponerme a vomitar en la calle les pregunté si ésos eran los ojos de Cesárea Tinajero. Belano y Lima me miraron y dijeron que sin duda yo ya era un real visceralista y que juntos íbamos a cambiar la poesía latinoamericana. A las seis de la mañana tomé otro pesero, esta vez solo, que me trajo hasta la colonia Lindavista, donde vivo. Hoy no fui a la universidad. He pasado todo el día encerrado en mi habitación escribiendo poemas.
4 de noviembre
Volví al bar de la calle Bucareli pero los real visceralistas no han aparecido. Mientras los esperaba me dediqué a leer y a escribir. Los habituales del bar, un grupo de borrachos silenciosos y más bien patibularios, no me quitaron la vista de encima.
Resultado de cinco horas de espera: cuatro cervezas, cuatro tequilas, un plato de sopes que dejé a medias (estaban semipodridos), lectura completa del último libro de poemas de Álamo (que llevé expresamente para burlarme de él con mis nuevos amigos), siete textos escritos a la manera de Ulises Lima (el primero sobre los sopes que olían a ataúd, el segundo sobre la universidad: la veía destruida, el tercero sobre la universidad: yo corría desnudo en medio de una multitud de zombis, el cuarto sobre la luna del DF, el quinto sobre un cantante muerto, el sexto sobre una sociedad secreta que vivía bajo las cloacas de Chapultepec, y el séptimo sobre un libro perdido y sobre la amistad) o más exactamente a la manera del único poema que conozco de Ulises Lima y que no leí sino que escuché, y una sensación física y espiritual de soledad.
Un par de borrachos intentaron meterse conmigo pero pese a mi edad tengo suficiente carácter como para plantarle cara a cualquiera. Una mesera (se llama Brígida, según supe, y decía recordarme de la noche que pasé allí con Belano y Lima) me acarició el pelo. Fue una caricia como al descuido, mientras iba a atender otra mesa. Después se sentó un rato conmigo e insinuó que tenía el pelo demasiado largo. Era simpática pero preferí no contestarle. A las tres de la mañana volví a casa. Los real visceralistas no aparecieron. ¿No los volveré a ver más?
5 de noviembre
Sin noticias de mis amigos. Desde hace dos días no voy a la facultad. Tampoco pienso volver al taller de Álamo. Esta tarde fui otra vez al Encrucijada Veracruzana (el bar de Bucareli) pero ni rastro de los real visceralistas. Es curioso: las mutaciones que sufre un establecimiento de esta naturaleza visitado por la tarde o por la noche e incluso por la mañana. Cualquiera diría que se trata de bares diferentes. Esta tarde el local parecía mucho más cochambroso de lo que en realidad es. Los personajes patibularios de la noche aún no hacen acto de presencia, la clientela es, cómo diría, más huidiza, más transparente, también más pacífica. Tres oficinistas de baja estofa, probablemente funcionarios, completamente borrachos, un vendedor de huevos de caguama con la cestita vacía, dos estudiantes de prepa, un señor canoso sentado a una mesa comiendo enchiladas. Las meseras también son diferentes. A las tres de hoy no las conocía aunque una de ellas se me acercó y me dijo de golpe: tú debes ser el poeta. La afirmación me turbó pero también, debo reconocerlo, me halagó.
—Sí, señorita, soy poeta, ¿pero usted cómo lo sabe?
—Brígida me habló de ti.
¡Brígida, la camarera!
—¿Y qué fue lo que te dijo? —dije sin atreverme todavía a tutearla.
—Pues que escribías unas poesías muy bonitas.
—Eso ella no puede saberlo. Nunca ha leído nada mío —dije ruborizándome un poco pero cada vez más satisfecho del giro que iba tomando la conversación. También pensé que Brígida sí pudo haber leído algunos de mis versos: ¡por encima de mi hombro! Esto ya no me gustó tanto.
La camarera (de nombre Rosario) me preguntó si le podía hacer un favor. Hubiera debido decir «depende», como me ha enseñado (hasta la extenuación) mi tío, pero yo soy así y dije órale, de qué se trata.
—Me gustaría que me hicieras una poesía —dijo.
—Eso está hecho. Cualquier día de éstos te la hago —dije tuteándola por primera vez y ya embalado pidiéndole que me trajera otro tequila.
—Yo te invito la copa —dijo ella—. Pero la poesía me la haces ahora.
Intenté explicarle que un poema no se escribía así como así.
—¿Y a qué se debe tanta prisa?
La explicación que me dio fue un tanto vaga; según parece se trataba de una promesa hecha a la Virgen de Guadalupe, algo relacionado con la salud de alguien, un familiar muy querido y muy añorado que había desaparecido y vuelto a aparecer. ¿Pero qué pintaba un poema en todo eso? Por un instante pensé que había bebido demasiado, que llevaba muchas horas sin comer y que el alcohol y el hambre me estaban desconectando de la realidad. Pero luego pensé que no era para tanto. Precisamente una de las premisas para escribir poesía preconizadas por el realismo visceral, si mal no recuerdo (aunque la verdad es que no pondría la mano en el fuego), era la desconexión transitoria con cierto tipo de realidad. Sea como sea lo cierto es que a aquella hora los clientes en el bar escaseaban, por lo que las otras dos camareras poco a poco se fueron acercando a mi mesa y ahora me hallaba rodeado en una posición aparentemente inocente (realmente inocente) pero que a cualquier espectador no avisado, un policía, por ejemplo, no se lo parecería: un estudiante sentado y tres mujeres de pie a su lado, una de ellas rozando su hombro y brazo izquierdos con su cadera derecha, las otras dos con los muslos pegados al borde de la mesa (borde que seguramente dejaría marcas en esos muslos), sosteniendo una inocente conversación literaria pero que, vista desde la puerta, podría parecer cualquier otra cosa. Por ejemplo: un proxeneta en plena plática con sus pupilas. Por ejemplo: un estudiante rijoso que no se deja seducir.
Decidí cortar por lo sano. Me levanté como pude, pagué, dejé un cariñoso saludo para Brígida y me fui. En la calle el sol me cegó durante unos segundos.
6 de noviembre
Hoy tampoco he ido a la facultad. Me levanté temprano, tomé el camión con destino a la UNAM, pero me bajé antes y dediqué gran parte de la mañana a vagar por el centro. Primero entré en la Librería del Sótano y me compré un libro de Pierre Louys, después crucé Juárez, compré una torta de jamón y me fui a leer y a comer sentado en un banco de la Alameda. La historia de Louys, pero sobre todo las ilustraciones, me provocaron una erección de caballo. Intenté ponerme de pie y marcharme, pero con la verga en ese estado era imposible caminar sin provocar las miradas y el consiguiente escándalo no ya sólo de las viandantes sino de los peatones en general. Así que me volví a sentar, cerré el libro y me limpié de migas la chamarra y el pantalón. Durante mucho rato estuve mirando algo que me pareció una ardilla y que se desplazaba sigilosamente por las ramas de un árbol. Al cabo de diez minutos (aproximadamente) me di cuenta que no se trataba de una ardilla sino de una rata. ¡Una rata enorme! El descubrimiento me llenó de tristeza. Ahí estaba yo, sin poder moverme, y a veinte metros, bien agarrada a una rama, una rata exploradora y hambrienta en busca de huevos de pájaros o de migas arrastradas por el viento hasta la copa de los árboles (dudoso) o de lo que fuere. La congoja me subió hasta el cuello y tuve náuseas. Antes de vomitar me levanté y salí corriendo. Al cabo de cinco minutos a buen paso la erección había desaparecido.
Por la noche estuve en la calle Corazón (paralela a mi calle) viendo un partido de fútbol. Los que jugaban eran mis amigos de infancia, aunque decir amigos de infancia tal vez sea excesivo. La mayoría todavía está en prepa y otros han dejado de estudiar y trabajan con sus padres o no hacen nada. Desde que yo entré en la universidad el foso que nos separaba se agrandó de golpe y ahora somos como de dos planetas distintos. Pedí que me dejaran jugar. La iluminación en la calle Corazón no es muy buena y la pelota apenas se veía. Además, cada cierto tiempo pasaban automóviles y teníamos que parar. Recibí dos patadas y un pelotazo en la cara. Suficiente. Leeré un poco más a Pierre Louys y después apagaré la luz.
7 de noviembre
La Ciudad de México tiene catorce millones de habitantes. No volveré a ver a los real visceralistas. Tampoco volveré a la facultad ni al taller de Álamo. Ya veremos cómo me las arreglo con mis tíos. He terminado el libro de Louys, Afrodita, y ahora estoy leyendo a los poetas mexicanos muertos, mis futuros colegas.
Roberto Bolaño
Me van a tener que disculpar
Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas estipulaciones aceptadas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, siempre con la misma idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su conciencia crítica, su criterio legítimo.
Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el solo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.
Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista. Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota.
Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.
No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.
No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual reproche.
El no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.
Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre los argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para ensalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos. Los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores, nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los dardos envenenados y traicioneros. Además con el tiempo he visto a más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso y digo alguna sandez al estilo de Y, no sé, habría que pensarlo; o tal vez arriesgo un vaya uno a saber, son tantas cosas para tener en cuenta;. Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis argumentos y mis justificaciones para ellos.
Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros, los mortales. Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como la hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la que mencionan su nombre, en cada oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en el que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta el presente, he mantenido en secreto. Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del que no debió moverse, porque era el exacto lugar en que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol, para él y para mí.
Porque la vida es así, a veces se combina para alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos. Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta.
Pero ojo, que esa tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha frustración acumulada en todos esos tipos que miran la tele. Son emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedarnos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio “te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros”. Así que están ahí los tipos. Los once tuyos y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va ese tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y, aunque sea, les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.
Hasta ahí, eso sólo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeás porque sabés que esto, igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga “bueno, es suficiente, me doy por hecho”, hay más. Porque el tipo, además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la música, pero van sintiendo un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue adelante. Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a abrazarse con todos y a levantar luego los ojos hacia el cielo. Y hace bien en mirar al cielo, porque no sé si sabe, pero ahí están todos, todos los que no pueden mirarlo por la tele ni comerse los codos.
Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse una vez y otra vez y para siempre en cada rincón del mundo. Ellos volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e inolvidable. Así que, señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que suponen debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque, ya que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por dejar que los ingleses tuvieran todavía los otros días de su vida para tratar de olvidarse de ese, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo para toda la vida.
Eduardo Sacheri

Walking Around
Sucede que me canso de ser hombre.Sucede que entro en las sastrerías y en los cinesmarchito, impenetrable, como un cisne de fieltroNavegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñasy mi pelo y mi sombra.Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería deliciosoasustar a un notario con un lirio cortadoo dar muerte a una monja con un golpe de oreja.Sería belloir por las calles con un cuchillo verdey dando gritos hasta morir de frío
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,vacilante, extendido, tiritando de sueño,hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.No quiero continuar de raíz y de tumba,de subterráneo solo, de bodega con muertosateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleocuando me ve llegar con mi cara de cárcel,y aúlla en su transcurso como una rueda herida,y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,a hospitales donde los huesos salen por la ventana,a ciertas zapaterías con olor a vinagre,a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinoscolgando de las puertas de las casas que odio,hay dentaduras olvidadas en una cafetera,hay espejosque debieran haber llorado de vergüenza y espanto,hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,con furia, con olvido,paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:calzoncillos, toallas y camisas que lloranlentas lágrimas sucias.
Pablo Neruda
Tango del viudoOh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia, y habrás insultado el recuerdo de mi madre llamándola pena podrida y madre de perros, ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre, y ya no podrás recordar, mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidassin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún, quejándome del tròpico, de los coolies coringhis, de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño y de los espantosos ingleses que odio todavía.Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!He llegado otra vez a los dormitorios solitarios, a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez tiro al suelo los pantalones y las camisas, no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes.Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte, y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses, y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene.Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde el cuchillo que escondí allí por temor de que me mataras, y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie:bajo la humedad de la tierra, entre las sordas raíces, de los lenguajes humanos el pobre sólo sabría tu nombre, y la espesa tierra no comprende tu nombre hecho de impenetrables substancias divinas.Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernasrecostadas como detenidas y duras aguas solares,y la golondrina que durmiendo y volando vive en tus ojos,y el perro de furia que asilas en el corazón,así también veo las muertes que están entre nosotros desde ahora,y respiro en el aire la ceniza y lo destruido, el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.Daría este viento del mar gigante por tu brusca respiración oída en largas noches sin mezcla de olvido, uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo. Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa, como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo, y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma, y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos, substancias extrañamente inseparables y perdidas.
Pablo Neruda
Chilanga banda

Ya chole chango chilango
que chafa chamba te chutas
no checa andar de tacuche
y chale con la charola
Tan choncho como una chinche
mas chueco que la fayuca
con fusca y con cachiporra
te pasa andar de guarura
Mejor yo me hecho una chela
y chance enchufo una chava
chambeando de chafirete
me sobra chupe y pachanga
Si choco saco chipote
la chota no es muy molacha
chiveando a los que machucan
se va en morder su talacha
De noche caigo al congal
no manches dice la changa
al choro de teporocho
enchifla pasa la pacha
Pachuco cholos y chundos
chichinflas y malafachas
aca los chompiras rifan
y bailan tibiri tabara
Mejor yo me hecho una chela
y chance enchufo una chava
chambeando de chafirete
me sobra chupe pachanga
Mi ñero mata la vacha
y canta la cucaracha
su choya vive de chochos
de chemo churro y garnachas
Pachuco cholos y chundos
chichinflas y malafachas
aca los chompiras rifan
y bailan tibiri tabara
Transeando de arriba abajo
hay va la chilanga banda
chin chin si me la recuerdan
carcacha y se les retacha

Jaime López


El Tigre

Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.
No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto

Eduardo Lizalde


Alta traición
No amo mi patria.Su fulgor abstractoes inasible.Pero (aunque suene mal)daría la vidapor diez lugares suyos,cierta gente,puertos, bosques de pinos,fortalezas,una ciudad deshecha,gris, monstruosa,varias figuras de su historia,montañas-y tres o cuatro ríos.

José Emilio Pacheco


El Barzón
Esas tierras del Rincón, Las sembré con un buey pando, Se me reventó el barzón, Y sigue la yunta andando, Cuando llegué a media tierra, El arado iba enterrado, Se enterró hasta la telera, El timón se deshojó, El bastón se iba trozando, El yugo se iba pandeando, Yo le dije al sembrador, No me hable cuando ande arando. Se me reventó el barzón, Y sigue la yunta andando. Cuando llegué a mi casita, me decía mi prenda amada, On’tá el maíz que te tocó, le respondí yo muy triste, El patrón se lo llevó, por lo que debía en la hacienda, Pero me dijo el patrón, que contara con la tierra, O'ra voy a trabajar para seguirle abonando, Veinte pesos diez centavos, son los que salgo restando, Véngase mi prenda amada, ¡no trabajes con ese hombre! ¡Nomás nos está robando! Déjate ya de ejercicios, novenas y confesiones, Que no ves a tu familia que ya no tiene calzones, ni yo tengo ya faldillas, ¡Ni tú tienes pantalones! Mejor métete a agrarista, Anda con el comité, que te apunten en la lista, Que no ves a mi compadre, a su hermano y a su yerno, T'an sembrando muy a gusto tierras que les dio el gobierno, Se me reventó el barzón y siempre la yunta andando. Me fui con el comité pa' pedirle una parcela, luego llegaron las aguas me puse a sembrar mi tierra con un cuaco y un jumento le decía a mi prenda amada ahora si estoy muy contento para poder progresar al cabo aquí no hay patrón que nos las venga a quitar cuando ya estaba el elote hay que mata de frijol ¡que bonito esta floreando¡ llévate unos elotitos que coman los muchachitos me decía mi prenda amada como estuviéramos de hambre si te has seguido creyendo de lo que te dice el padre de las penas del infierno que vaya el patrón al pueblo ¡viva la revolución¡ ¡viva el supremo gobierno¡ se me reventó el barzón y siempre la yunta andando.

Luis Pérez Meza

Ellas en familia
BIEN, MANUAL DE LA OTREDAD, UN POCO , MENUDA COICIDENCIAPARA TODASSIEMPRE A SIDO ASILAS MUJERES DE ESTA FAMILIAAL PARECER SOLO ASPIRAN A CONTRAER NUPCIAS Y PARIR,ESO ESPERAN DE MI , NO HACE FALTA QUE LO DIGAN,CON SUS MULTIPLES NEGATIVAS FACIL LO PUEDODIFERIR, CON ESTAS IDEAS HE CRECIDO SON LAS PLACAS TECTONICAS,SOBRE LAS QUE ARQUITECTONICASAMBICIONES HE HERGIDO, POR UN FUERTE MOVIMIENTOTAMBALEANTES AHORA MISMO, MI PADRE ESEL EPICENTRO DE ESTE FRUSTANTE SISMO,PONTE EN MIS ZAPATOS MIRA, IMAGINA QUE DE CAJON DIARIOTIENES UNA DISCUCION POR LLEGAR TARDE UN MISERO RATO,CUANDO A LAS DIEZ ES EL TRATO, TIENES UNHERMANO CABRON, A QUIEN NO LE LLAMAN LA ATENCIONPOR HACER LO MISMO Y SE HACE PATOEL POR ANDAR DE FIESTA YO POR TENER CLASESHASTA NOCHE PARA MI TODOS LOS REPROCHESY PARA EL PATRON SOLO HAY SIESTA NO TE MIENTOMI MAMA SE LEVANTA DE LA CAMA PARA EL GUEYALIMENTAR ASI SEAN LAS TRES DE LA MAÑANAY YO EXPONGO MI PUNTO Y SE ME MIRA CON EXTRAÑEZAY A TI QUE QUÉ TE INTERESA REPLICA MI HERMANO AL SEGUNDO PERO EL CLICK DEL ASUNTO NO ES TANTO LA INTRANSIGENCIA,CUANTO LA PRECENCIA DE UNA AUSANZA QUE ATENTA CONTRA MI MUNDO,HE RECIBIDO LA NOTICIA DE QUE NO PODREESTUDIAR MAS DE QUE NO ES IMPORTANTE YA DE QUEAUN EL TIEMPO DESPERDICIE, MI RESPUESTA FUE PRECISA,BUENO PUES TENDRE QUE TRABAJAR Y SE OFIENDERON DE TALQUIZA, QUE BUENO QUE HARIAS TU EN MI LUGAR: ESTO ES ABUSO DE CONFIANZA,VIOLACION DE MI ESPERANZASE COIBEN MIS DESEOSNO NO PUEDO ESTO ES ABUSO DE CONFIANZA,VIOLACION DE MI ESPERANZASE COIBEN MIS DESEOSNO NO PUEDO PORQUE QUIERO SER MÁSPUEDO SER MÁSHOY SERE MÁSELLAS EN FAMILIA ES UNA JAULA PATRIARCAL PORQUE QUIERO SER MÁSPUEDO SER MÁSHOY SERE MÁSELLAS EN FAMILIA ES UNA JAULA PATRIARCAL MI NONBRE ES ESPERANZA PEREZ SOÑE CON SER FELIZY SER EJEMPLO PARA TODAS LAS MUJERES MI ROSTROESTA MARCADO POR UN GOLPE QUE NO PUDO SILENCIARMETODO LO QUE RECUERDO ES QUE TRATE DE DETENERLOCUANDO QUIZO DESNUDARME DIJO QUE ESTABA EN SUDERECHO TRATE DE NO HACER CASO CON LA VISTAFIJA AL TECHO LOS NIÑOS VIERON TODO DESDE ELLLANTO HASTA SU ESPERMA EN MI BARRIGA OLLERONLOS VECINOS Y DIJERON SOLO ES DIOS ES QUIENCASTIGA RECIBI LA EDUCACION DEL SUFRIMIENTO CONMISAS EVANJELICAS PROHIBIDO EL QUE DESVIASEEL PENSAMIENTO MAS DE 25 INVIERNOS VIVIENDO EN ESTEINFIERNO CADA RESPIRO QUE PRODUCE EN MI REGAZO MEPARECE ETERNO PERO ES MI ESPIRITU EL QUE QUEDAINCORRUPTIBLE LA FUERZAEN MI CABEZA LA QUE ME HACEINDESTRUCTIBLE QUE TRIZTE QUE AMI PROPIO PADRESEXUALMENTE LE PARESCA IRESISTIBLE HORRIBLE QUEAMI PROPIO PADRE LE PARESCA IRESISTIBLE. SOY ESPERANZA PEREZ HIJA MAYOR DE JUAN MI SANIDAD MENTAL y ASPIRACIONES LAS QUE NUNCA MORIRAN SOY ESPERANZA PEREZHIJA MAYOR DE JUAN MI SANIDAD MENTALY ASPIRACIONES LAS QUE NUNCA MORIRANSON LAS QUE NUNCA MORIRAN. ESTO ES ABUSO DE CONFIANZA,VIOLACION DE MI ESPERANZASE COIBEN MIS DESEOSNO NO PUEDO ESTO ES ABUSO DE CONFIANZA,VIOLACION DE MI ESPERANZASE COIBEN MIS DESEOSNO NO PUEDO PORQUE QUIERO SER MÁSPUEDO SER MÁSHOY SERE MÁSELLAS EN FAMILIA ES UNA JAULA PATRIARCAL PORQUE QUIERO SER MÁSPUEDO SER MÁSHOY SERE MÁSELLAS EN FAMILIA ES UNA JAULA PATRIARCAL

Boca floja y Menuda coincidencia

La felicidad
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo: iba a decir el mejor, pero diré que el único. Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto. Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posi­ble cuando yo sea como él y lo dejemos solo.
La belleza
Habrá quien piense que exagero, pero allá cada cual. Soy tan bella que salgo a la calle enamorada de antemano. Los hombres me contemplan con una especie de atención superlativa y un tanto rencorosa. Las mujeres me exami­nan, revisan mis facciones, estudian cada gesto mío inten­tando descifrar la trampa. Pero no hay trampas: que soy be­lla, horripilantemente bella, y nada más.
Gentil suplicio, este. No veo dónde está la bendición. Hable o calle, estoy perdida. Si digo cualquier cosa, soy es­cuchada con una impertinente suspicacia a la que no con­sigo acostumbrarme. Cuando no abro la boca, todos me miran como pensando: sí, pero será tonta. Si algún hombre me habla, lo hace con intereses no precisamente dialécti­cos. Si me habla una mujer, lo hace para neutralizarme co­mo competidora ofreciéndome su amistad. Cuando ellos no me dirigen la palabra, en su silencio tiembla el reproche de no amarlos. Cuando ellas callan, noto cómo me espían y corren a retocarse el maquillaje. Socorro. Nadie elige su cuerpo ni su nombre. La armonía se ha vengado de mí. También lo bello es cruel, también lo bello.
¿Cuánto mérito mío hay en esta piel de pétalo? ¿Cuán­to de recompensa al trabajo bien hecho hay en mis formas de copa de cristal? A veces he pensado en terminar con to­do y arrojarme un líquido abrasivo a la cara. Si no lo hago no es por coquetería, sino por miedo al dolor y sobre todo por orgullo. He vivido en el bosque. He huido al extranje­ro. He pasado unos años en la montaña. Pero siempre, en todas partes, hubo alguien que se enamoró de mí y me odió por ello. Conozco de memoria la manera: primero es un deslumbramiento exagerado, estelar; después una benevo­lencia boba, como si yo mereciera más de lo que merezco; más tarde esa impaciencia a la que tanto le temo; ensegui­da una escena de despecho, un ataque de ira y finalmente el daño para ambos.
Por las noches sueño con mundos feos, con escenas de asco, con figuras nauseabundas. Veo amantes de piel sucia y lenguas negras, bestias ansiosas que me abrazan sin jui­cios y me incluyen en su hedor. Entonces, fugazmente, soy feliz. Atravieso desiertos de arena impura. Nado despreo­cupada en un río de barro. Pero tarde o temprano un alien­to de sol me acaricia la mejilla, y me pongo a parpadear, y mi cuerpo se estira lentamente, y la belleza regresa al dormi­torio. Lo primero que hago al levantarme de la cama es mirar, incrédula, mi desnudo en el espejo. A mi lado nunca des­pierta nadie.
La ParejaNo huelga indicar que la torpeza puede, en ocasiones, ser fruto de unexceso de sincronización; Elisa y Elías eran sin duda un caso ejemplar.Incapaces de abrazarse sin que sus respectivos brazos izquierdo y derechochocasen en el aire junto a sus cabezas, ambos despertaban la admiración desus amistades. Tenían los mismos hábitos. Les gustaba la misma música. Susopiniones políticas no diferían ni siquiera en lo accesorio: simpatía portal o cual ministro, fobia hacia este o aquel diputado. Se reían conparecidas bromas, y en los restaurantes cualquiera de ellos podía pedir dosmenús idénticos sin consultar al otro. Jamás tenían sueño a horas distintas;lo cual, si estimulante sexualmente, resultaba fastidioso desde un punto devista estratégico: Elisa y Elías competían en secreto por ocupar primero elcuarto de baño, por el último vaso de leche o por leer antes esa novela que,la semana anterior, ambos habían decidido comprar en su librería predilecta.Teóricamente, no cabe duda de que Elisa podía alcanzar el orgasmo junto conElías sin ningún esfuerzo; pero, en la práctica, no eran pocas las veces enque acababan trenzados en incómodas posturas, derivadas de su deseosimultáneo de colocarse encima o debajo del otro. Hacéis una parejaperfecta; dos medias naranjitas, les solía decir la madre de Elisa, a lo queambos respondían sonrojándose un poco, y pisándose un pie al adelantarsepara ir a besarla.Te odio más que a nadie en este mundo, quiso aullar Elías cierta nocheaccidentada, sin conseguir que Elisa lo escuchase, o, mejor dicho, sin poderdistinguir su propia voz de la de ella. Tras un sueño inhóspito, pleno depesadillas con espejos, desayunaron en silencio y no necesitaron discutirpara saber. Aquella tarde, al regresar del trabajo, a ella no la sorprendióencontrarse con la mitad del armario vacío mientras se disponía a llenar susmaletas.
Como es natural, Elisa y Elías han intentado reconciliarse en más de unaocasión. Sus teléfonos, no obstante, suelen estar ocupados. Cuando en cambiohan conseguido fijar un encuentro, tal vez ofendidos por la excesiva demoradel otro en dar el paso, ninguno de los dos ha acudido a la cita.Andrés Neuman
Iúspik espánishEn Rosario, ciudad argentina de la provincia de Santa Fe donde se ha celebrado el Congreso de la Lengua, se organizó también un encuentro paralelo que reivindicaba la pluralidad cultural y lingüística de los países de habla hispana. Con su dosis de crítica y su dosis de demagogia oportunista, dicho congreso paralelo reunió a defensores de las culturas indígenas, representantes de las lenguas vasca o catalana, opositores del colonialismo y personalidades ofendidas por no haber sido invitadas al encuentro oficial. Si bien los principios invocados por los congresistas disidentes son sin duda nobles y necesarios, lo cierto es que el famoso Congreso (que duró sólo tres días) no se proponía estudiar la identidad hispánica en su conjunto ni la cultura iberoamericana en toda su complejidad, sino apenas un idioma que es común (por fortuna) a veinte países distintos. Con ambas orillas a cuestas, he seguido estos y otros debates con interés porque, en el fondo, yo tampoco estoy seguro de cómo llamar a la lengua que hablo. Muchos han sido los artículos publicados en la prensa argentina que se hacían la siguiente pregunta: ¿por qué lengua 'española', si 360 de sus 400 millones de hablantes son latinoamericanos? En uno de ellos, Alberto Ferrari Etcheberry denunciaba el cambio de nombre de nuestra lengua (de 'castellano' a 'español') y citaba la propia Constitución española: ¿por qué los latinoamericanos han de llamar español al mismo idioma que vascos o catalanes, ciudadanos de España, denominan castellano? En realidad, cuando Nebrija compuso su pionera gramática 'castellana', lo hizo bajo un principio nada inocente: la salud de la lengua sería la salud del imperio. Por entonces, además, no existía nada parecido al Estado español y su actual estructura de autonomías. Estructura que hoy, tras la larga pesadilla del centralismo franquista, aloja un conflicto ineludible: ¿cómo articular equilibradamente un Estado que habla cinco lenguas (contando el asturiano) y cuyo origen se remonta a una federación de reinos distintos? Mientras argentinos o colombianos no necesitan discutir acerca de cuál es su lengua oficial, la España democrática se topa de continuo con un borde caliente: si decimos 'español', muchos catalanes bilingües se sentirán molestos porque, estando su Autonomía tan incluida en España como cualquier otra, su lengua materna y oficial no es necesariamente la española. Pero si decimos 'castellano', una legión de canarios, murcianos o andaluces manifestarán su hartazgo sureño: ¿por qué seguir identificando el idioma español (así llamado por ser el único presente en todas las Autonomías del país) con su variante central? ¿Por qué un español del sur debe aceptar como modelo el habla castiza y sibilante de Castilla la Vieja? El acuerdo es difícil, porque se trata de un problema de centralismos históricos y de tendencia opuesta. El franquismo recurrió a la épica castellana para perpetrar su iconografía imperial e inventar esencias nacionales; por eso hoy un español progresista recela de la idea de Castilla como semilla de identidad común. España se debate entre su identidad nacional y su identidad lingüística. Muchos vascos, catalanes y gallegos son bilingües, de manera que oficializar una diferencia entre 'español' y 'gallego' habría generado contradicciones de fondo. De ahí que la Constitución eligiese en su momento, tratando de no romper el equilibrio, el término 'castellano'. Y de ahí que sea inexacto trasladar este dilema al contexto latinoamericano. Durante estos días he leído que el afianzamiento del término 'spanish' responde al auge económico de España en las últimas dos décadas, algunas de cuyas empresas se han convertido en inversoras (y esquilmadoras) globales. Sin embargo, carabelas y teléfonos al margen, el fenómeno es bastante anterior a todo eso y a la propia creación del Instituto Cervantes. De hecho, el 'boom' latinoamericano de los 60 influyó decisivamente en el auge del 'spanish' en centros universitarios de todo el mundo, provocando que muchos estudiantes aprendieran la lengua en el continente americano o con profesores latinoamericanos. La Real Academia ha venido haciendo desde entonces un notable esfuerzo por descentralizar sus conceptos. Esta evolución se percibe en el ingente número de americanismos incorporados a las últimas ediciones del diccionario y en el diálogo con las demás academias, incluyendo la argentina. Mucho ha cambiado la cultura hispánica desde que Américo Castro recibiese la genial reprimenda de Borges, cuyo artículo 'Las alarmas del doctor Castro' refutaba hasta el ridículo el estudio 'La peculiaridad lingüística rioplatense' y su Primer Mundo Lingüístico. No casualmente, la última gramática académica se publicó por la misma época que aquel libro de Castro; para el próximo año se anuncia una nueva versión de esa gramática. Aunque, si de imperios se trata, cabe recordar que en Argentina, mientras se recela del léxico español, se emplean sin vacilar infinidad de anglicismos USA: 'flash', 'transfer', 'check-in', 'down', 'full'... A veces uno sale de Guatemala y se va a Guatepeor. Entonces, ¿en qué leches hablamos? En mi escuela argentina había una asignatura denominada Castellano y, sin embargo, nos enseñaban a conjugar el 'tú' y el 'vosotros' tan españolamente. Ya en España, en mi instituto alguien sagaz prefirió eludir el dilema: esa misma asignatura se llamaba Lengua a secas. Me temo que ninguna palabra nos librará de las suspicacias. Quizá debamos conformarnos aceptando que la diversidad de nuestra lengua está incluso en su nombre. Y celebrar que, por encima de dialectos y nomenclaturas, 400 millones de perplejos podemos entendernos (y debatir, y hasta enfadarnos) en una hermosa lengua común. O sea, ¿iúspik espánish? Más o menos.Andrés Neuman
Ternura Familiar
A la muerte de la señora la mansión parecía cada vez más grande. Si antes sus cinco habitantes se bastaban para atender las catorce habitaciones, las salas, la cocina, los comedores, los jardines, los amplios patios... para dar la impresión de que era un espacio vivo pese a la ausencia permanente de visitantes o de amigos; ahora el viudo, la huérfana y el matrimonio de sirvientes sentían ahogarse en tanta amplitud, en un como océano frío y sin límites, e iban de arriba abajo ocupado cada quien en sus cosas, que no eran sino máscaras para esconder su inercia.
El viudo se enfrascaba en asuntos de contabilidad encerrado en la biblioteca; la huérfana jugaba absurdos juegos, como hacer y deshacer una y otra vez su ejército de muñecas de trapo; los sirvientes pulían los pisos y los muebles hasta casi borrarlos, y podaban el césped y cuidaban las flores con rabiosa ansiedad.
Casi no hablaban entre sí, excepto para darse alguna indicación, para avisar que el desayuno o la comida o la cena estaban listos (padre e hija comían en una mesa enorme, silentes y apagados; los sirvientes en la cocina), y luego volvían a envolverse en el pesado sopor del silencio.
Nadie -incluso cuando vivía la señora- visitaba la casa, con excepción del par de contadores que reportaban ganancias cuantiosas de los ranchos donde había ganado y hortalizas, y quienes también se hacían cargo de arreglar los asuntos domésticos como el pago de agua, luz, predial. En ocasiones aparecían dos peluqueros -hombre y mujer- que se encargaban de engalanar a la familia y sus empleados, y se iban silenciosos, furtivos, como si no existieran. Nadie más.
Los encuentros del viudo y la sirvienta se dieron seguramente en medio de circunstancias anodinas, es decir: la petición de él y la obsecuencia de ella. El de la huérfana y su sirviente tuvieron otro aire: fue ella quien se metió al baño donde él se aseaba, y sin hablar, como siguiendo un guión claro y preciso, empezaron a acariciarse hasta rodar trenzados por el suelo. A su edad -catorce años- la niña se convirtió muy pronto en amante insaciable, y se encontraba con su hombre en los rincones más insospechados de la mansión, recorrían cuarto por cuarto, patio por patio y jardín por jardín sin el temor de ser sorprendidos por el viudo y su amante, la sirvienta.
Los resultados de ese cuadrángulo sexual tuvieron consecuencias exactas; las dos mujeres debieron confesar -era ya inocultable- su embarazo, y sus parejas no pusieron el grito en el cielo, nadie hizo aspavientos ni rabietas: el viudo aceptó que su hija tuviera al que sería su nieto, y el criado concedió que su mujer pariera.
La criada se ocupó del cuidado de los pequeños cuando estos nacieron, en tanto su marido seguía atendiendo la casa, los patios, los jardines; el viudo se encerraba revisando facturas, notas, números; y la huérfana compartía con los pequeños absurdos juegos con muñecas de trapo.
Transcurrió casi un año en esas condiciones, hasta que el viudo determinó, tajante, que el matrimonio de sirvientes debía dejar la casa. No hubo objeciones y se fueron. Desde entonces, el viudo-padre-abuelo se encargó de cuidar a la hija y al nieto, hacia traer la comida, ropa, juguetes... para que ellos vivieran cómodos y felices; ayudaba a la chica a bañar al pequeño, y se olvidó por completo de sus asuntos mercantiles.
(La casa se fue deteriorando irremediablemente, el polvo y el descuido se apoderaron de ella, y lo que había sido tan sólo un frío océano se convirtió en una inmensa tumba.)
Justo cuando el pequeño iba a cumplir tres años, la madre anunció:
-Padre, estoy embarazada y me parece conveniente contratar sirvientes para que nos ayuden con la casa y los niños.
-Tienes razón -convino él- y me parece justo y lógico que regresen los que antes estaban. Iré a buscarlos y haré que vuelvan.
Como había ocurrido con los dos primeros nacimientos, asistí a la madre en su segundo parto en mi papel de médico (por esta condición me agregué a las visitas que hacían los administradores, los peluqueros: debía cuidar la salud de la familia). Para entonces el matrimonio de sirvientes había regresado y la enorme casona empezaba a recobrar su antiguo aspecto.
Ignacio Trejo Fuentes

Vestido de Novia
Nunca la soledad se había mostrado de forma tan rotunda: era exactamente el cincuentenario matrimonial cuando aceptaron que su vida había sido un desperdicio: sin hijos, sin parientes, atenidos tan sólo al sueldo miserable de él, pudieron recordar el día de la boda tan simple, engalanada apenas por el vestido níveo que alguien le regalara a ella.
Y sin más, el día de los recuerdos ella fue a su recámara, hurgó en el armario y sacó el antiquísimo vestido que ahora era color perla. Se lo puso con el amor de la primera vez, se maquilló de prisa y salió para mostrarse a su esposo, a preguntarle cómo se veía, si recordaba aquellos tiempos de tanto, enfebrecido amor. Él la miró, confuso, y compendió que algo nuevo y turbio se había metido en el alma de su mujer: sus ojos brillaban de otro modo, eran como ascuas sonrientes, despiadadas.
Lo pudo confirmar: desde ese día su mujer no se volvió a quitar el vestido de novia, andaba por el apartamento absorta, sumida en sabe Dios qué remolinos, se olvidó de los quehaceres cotidianos, de hacer comida, de asear, y se pasaba el día entero mirándose al espejo, corrigiendo alguna torcedura de su obscena máscara pintada hasta que la fatiga la vencía. Él, que volvía del trabajo cansado e intranquilo por la salud mental de ella, debía quitarle el ropaje apestoso y vigilar su sueño intranquilo. Al día siguiente, la historia volvía a repetirse: él preparaba el desayuno y se iba a trabajar -silente y nervioso-, y volvía por la noche para encontrar a su mujer dormida ante el espejo, a quitarle el vestido de novia... Hasta que el ángel de la conmiseración le aconsejó ya no volver a trabajar, para estar al cuidado absoluto de la anciana vestida como novia que se había vuelto un cadáver viviente de tanto no comer.
Y el ángel bueno de la muerte dio un aletazo categórico: ella murió, vestida de novia, y qué trabajos pasó él para arrancarle el vestido y amortajarla de la mejor manera.
Los funerales fueron tétricos: nadie asistió al velorio, y menos al sepelio.
Nunca la soledad fue tan espesa para él: pasaba noche y día añorando a su esposa, extrañando a sus inexistentes hijos, rogando a Dios que se apiadara de él y se muriera. Fue convirtiéndose, también, en un fantasma silencioso: ya no comía, y andaba por aquí y por allá, en el apartamento, perdido en sabe Dios qué turbulentos remolinos.
El ángel terrible del insomnio lo hizo una tarde ponerse el vestido de novia de su muerta mujer, maquillarse y mirarse al espejo hasta que la fatiga lo venció.
Día tras día la misma rutina enmarañada: andar de aquí allá por el apartamento, mirar en el espejo a un anciano vestido de mujer, de novia triste y cadavérica. Así lo sorprendió el ángel benigno de la muerte: ojeroso y pintado, con su traje de novia. Así lo hallaron los policías convocados por vecinos, llenos de escándalo por el hedor de la putrefacción. Así lo echaron a la fosa común: anciano y apestoso y vestido de novia...
Ignacio Trejo Fuentes

Algo Terrible y Poderoso
Nada parecía distraerlo de su concentración. Ni siquiera la mujer que lo acompañaba parecía sacarlo de su mutismo. Llevaba mucho tiempo así, quizás diez o quince minutos. Con los ojos fijos en el vaso de ron blanco con coca. En otro vaso aún conservaba el vino blanco que había pedido para la comida. La mujer no se esmeraba en volverlo a la realidad; más bien, había empezado a buscar con la mirada a algún otro caballero. Tal vez menos atento de un simple vaso con trago.
Llevaba cerca de tres horas ahí. Habían entrado en Les Ambassadeurs como los dueños y ordenado lo más caro: los camarones "Alberto", el salmón con salsa de perejil, la langosta de tres colores. Y, salvo los camarones, del cual había repetido dos veces el platillo, lo demás casi no lo habían probado. Bastó con haber olido el salmón, para que el hombre lo regresara. Yo no como pescado descompuesto, dijo. Ella, con un simple gesto, estuvo de acuerdo en que también retiraran su plato. Desde luego fue inútil que el capitán se acercara cortésmente a la pareja. Ni siquiera quiso cruzar palabra con el empleado. Con la bebida no pasó lo mismo. Apenas se hubo sentado, el hombre había ordenado una botella de champaña. La cual se bebió como si fuera agua de jamaica. Ordenó entonces una botella de vino. La más cara. Ante la pregunta de que si prefería vino blanco, tinto o rosado, dijo que le daba igual, siempre que fuera el más caro. (Y que no quiso tomar en copa, sino en vaso, "donde se debe beber".) Y añadió: "Y de una vez me trae un bacardí blanco con coca. Digo refresco, no polvo, ¿eh?" Levantó tanto la voz, que los comensales de las mesas vecinas se volvieron a mirarlo. Él respondió la mirada sonriendo de oreja a oreja, seguro de que los demás celebrarían su ingenio.
Pero ahora no le quitaba la vista al vaso. Cuando menos había bebido una docena de cubas. Lo sabía porque las iba anotando en la servilleta. Así que era la trece, y bastó con que saliera en la cuenta para que se encerrara en un silencio infranqueable. "¿Por qué no te la tomas, quieres que nos vayamos?", le había preguntado la mujer cuando observó que el sudor le escurría por las sienes y que se había limitado, con los antebrazos apoyados en la mesa a mirar atentamente el vaso.
Alguna vez comandante de la policía, ahora prestaba sus servicios a una agencia de seguridad. Nunca sabía a quién le iba a corresponder cuidar; simplemente le pasaban el dato en una hoja membreteada y él ponía su vida al servicio de esa persona. En ocasiones se le contrataba por un solo día, y a veces por un año. Era de los recomendados. A pesar de sus 105 kilos de peso y su uno ochenta y ocho de estatura, se consideraba aún un hombre ágil, buen tirador y -lo que le había ganado el mote de El perro- dueño de una intuición que inevitablemente sorprendía a sus compañeros, más avezados en situaciones de peligro. Porque adivinaba lo que iba a pasar. Así había logrado evitar cuando menos dos enfrentamientos. Cómo se burlaba de aquella película de El guardaespaldas. "Pendejo. Qué pendejo es ese baboso. Y puto", se había limitado a comentar cuando su hijo le había preguntado qué opinaba de la película. La habían visto juntos, en la sala de su casa. Su hijo. Se trataba de un joven universitario, cuyo único sueño consistía en terminar la carrera de leyes en la universidad. Acababa de terminar la preparatoria. Sus calificaciones habían sido las mejores, y cuando su padre le había ofrecido un vehículo de premio, él dijo que prefería un viaje a Roma, "la cuna del derecho". Allá tú, le respondió el hombre. Porque siempre le había dado gusto en todo. Tal vez por ser su único hijo, tal vez porque físicamente era idéntico a su padre de él -bajo de estatura, delgado, de cabeza prominente-, no podía negarle nada, aun esos detalles que él no terminaba de aceptar; como hacer la carrera en una universidad popular y no privada, que era donde él lo hubiera querido inscribir. "¿Y para qué quieres estudiar leyes?", le preguntó la vez que el muchacho le había confesado su vocación. "Para defender a los débiles", había respondido en un tono más enérgico que altivo. Y con ese grave timbre suyo, que parecía evocar el de un cantante de ópera.
Un timbre que él hubiera querido, y que también su hijo había heredado del abuelo. A él la voz no le iba con el cuerpo. Su timbre era delgado, casi exquisito, aterciopelado. Nadie desde luego le había dicho nunca nada, quién se atrevería a mofarse, ni siquiera sutilmente, de él; pero cada vez que abría la boca, el hombre se lamentaba de no hablar como su padre, o como su hijo.
"Que pendejo, ese baboso, pendejo y puto", había dicho de El guardaespaldas. Pero tuvo que confesarse que le costó trabajo decir groserías delante de su hijo. Cómo era posible, había reflexionado, si él siempre había hablado así, sin detener su lengua. Parecía incluso que lo hacía por fastidiar a los demás. En su casa o donde fuera, cada palabra que decía iba antecedida por un "pinche", "pendejo", "puto..."
Como ahora mismo estaba diciéndole al mesero cuando se acercó a preguntarle si quería una copa más porque ya iban a cerrar. "Putos. Putos", exclamó.
Así le había gritado a una multitud que había intentado tomar el palacio municipal de Tepoztlán. Los policías no habían logrado amedrentar a los hombres que se habían apostado delante del palacio, armados de palos, picos y piedras. Vio toda la secuencia en su cabeza. Él estaba ahí contratado por el presidente municipal como jefe de sus guardaespaldas. Vio lo que podía sobrevenir. Vio una multitud que cada vez crecía más, que se enardecía hasta ser ingobernable. Vio cómo entraban al palacio derrumbando la puerta principal, llegaban hasta la oficina de su patrón y lo encañonaban. Vio eso y supo que en ese momento no habría nadie capaz de controlar los ánimos. Y más que eso: en esas situaciones límite era muy fácil que alguien se le fuera un balazo de una pistola sacada quién sabe de dónde; nadie sería responsable, simplemente la culpa la tendría la multitud.
Vio eso y, armado de una Uzi, enfrentó al grupo. Le bastó con dispararla al aire, para que la gente se replegara. "Para entrar primero me matan, pero antes me llevo a veinte de ustedes", les había dicho, porque esta tarugada dispara veinte balas por segundo" y disparó una vez más al aire; los hombres notaron tal decisión en sus palabras que ninguno tuvo el valor para dar el primer paso. "Ese paso se llama el paso de la suerte", había comentado más tarde cuando su segundo le preguntó si de veras habría disparado. "Tú dirás", y le puso el seguro a la Uzi.
Ya eran los únicos en el restaurante. Las mesas en torno habían sido despejadas de los servicios y ahora lo único que quedaba era un mantel color aguamarina. Y las sillas alrededor como esperando a comensales invisibles.
-Mi amor, vámonos -le dijo la mujer. Él se volvió a mirarla, Y ella se sorprendió. Porque lo que vio fue la mirada de un muchachillo indefenso. De un joven escuálido sin posibilidades de sobrevivir. No era la mirada que ella había esperado ver, de rabia o furia reprimida. Ciertamente, los ojos se encontraban atrozmente enrojecidos, las pupilas dilatadas acuosas; pero había ahí algo que ella no pudo entender, que escapó a su comprensión. Como si estuviera con otro hombre, y no con quien venía saliendo desde hacía casi un mes; como si algo terrible y poderoso lo hubiera cambiado aun en contra de su voluntad. ¿O sería ella?, se preguntó. ¿A lo mejor había tomado más de la cuenta y ahora veía cosas que no eran? Tal vez sí, seguramente era eso. Porque un hombre como ese que estaba a su lado, que traía una metralleta debajo de su asiento y que había conocido la vida por arriba y por abajo desde que era un adolescente no podía cambiar así de la noche a la mañana; no podía sacar esa mirada de la nada. Así, sin más ni más. Entonces era ella. Claro que era ella, se dijo, y suspiró aliviada. Ya sólo restaba pagar la cuenta.
Eusebio Ruvalcaba



Cómo deshacerse de su Colchón

Por la calle camina en hombre de los colchones viejos. Empuja su carromato por las calles de la ciudad y municipios mexiquenses que le rodean. Unas veces lleva sombrero, en otras ocasiones la gorra de estambre que le evita pasar el peine por la cabellera hirsuta.
Ese ahorita puede prolongarse varios minutos, porque ¿cómo hacerle para que las vecinas no se den cuenta de la operación de compra-venta? O más bien, cómo evitar las miradas indiscretas que en el colchón pueden leer la mitad de nuestra vida, la de la noche, quizá la única que nos pertenece y no deseamos exhibir.
Contrario a las intenciones modernizadoras que quisieran el fin de la memoria, el colchón revela -a su simple paso de la vivienda al carromato-: micciones infantiles y hasta adultas, huellas de ciclos mensuales, sudoraciones y hazañas del niño que no pudo llegar a tiempo al baño; resortes que en condiciones de uso normal quizá no hubiesen saltado; la desvaída tela original, y hasta agujeros donde alguna vez hicieron su nidito de amor los ratones.
Por eso la angustia, la desesperación al no hallar la manera de desaparecer ese cadáver que tanto sabe de nuestro pasado, de las conversaciones a deshoras, cuando los hijos duermen a pierna suelta, iluminados por el resplandor de la televisión a la cual la pareja no atiende, pues se encuentra enfrascada en convergencias y divergencias propias de la vida conyugal.
Entre el chalán y el comprador de colchones viejos hacen malabares para bajar al que tan buenos servicios brindó, al que se fue amoldando al cuerpo de sus dueños hasta brindar un acogedor nicho testigo de mil y una batallas oníricas y libidinales.
Emiliano Pérez Cruz

La Casa Chica
La casa chica no es sólo esa realidad extraconyugal que da sostén a la institución matrimonial en el mundo y, en nuestro caso, deefeña: es ese espacio físico, territorio de la urbe que infinidad de familias ocupan, muchos por costumbre, los menos con sorpresa, algunos hasta con cierto gusto que rezuma inclinaciones sadomasoquistas.
La casa chica a la que nos referimos no es otra cosa que eso: casa chica, escasos metros habitables, lugar donde se hacinan cuando menos cinco miembros: papá que se las ve negras para conseguir el necesario dinero para la sobrevivencia; mamá neuras con tantas ocupaciones que se esconden tras de una ocupación: "el hogar"; y máximo tres enanos que brincotean por las noches alharaquientos, incansables, entre montones de ropa que ya no cabe en el minúsculo clóset de la vivienda y genera acres enfrentamientos entre los mostros y la progenitora que no se da abasto para tener en orden tan escaso espacio físico...
La escasez de vivienda en la capital del país orilla a compartir la casa chica con el perro, el gato, los periquitos australianos, la hoja elegante y los helechos que ponen el toque ecológico; el televisor, las tres camas, dos burós, la mesa y sillas del comedor, más cuanto objeto para cubrir las necesidades reales o creadas ingrese al reino del apretujamiento.
La casa chica llega a ser espacio para los gordovics de la señora que no se resigna a que las llantitas le resten el afecto y la libido de su gordo, futbolero televisivo; también alberga las bicicletas descuajaringadas, adquiridas para el Día de Reyes...
La casa chica alberga la lavadora y los montones de chanclas que la familia no se resigna a tirar o donar, porque ¿qué tal que las cosas se pongan más de a peso, con esto del Telecé y la inestabilidad política...?
En la casa chica, aunque usted no lo crea, pueden armarse apretujadas pero hilarantes celebraciones: que la Navidad, que Año Nuevo, que el cumpleaños del benjamín de la casa, que el fin de semana con los compadres que llegaron de Guadalajara y a los que hubo que albergar con todo y parentela y maletas...
En ocasiones, a la entrada de este territorio aparecen señales de tristeza o alegría: una herradura o estrella de flores anuncian la boda de un miembro de la familia; el moño negro, un deceso dentro del clan.
Entonces la casa chica (departamento, habitación dúplex, vivienda en vecindad) es como la punta de un embudo a la cual entran y salen familiares que en años no se habían visto, vecinos con los que no cruzamos palabra y que sin embargo aquí están y ni modo de hacerles alguna mala cara porque entonces va a ser peor...
Con todo y su pequeñez, en la casa chica no falta los toques decorativos que le dan cierta gracia. Digo, si no tenemos de otra, si el lugar común dice que aquí nos tocó vivir y ya qué, pues cuando menos hay que darle una pintadita de vez en cuando, y agregarle esa reja a las ventana para protegernos de los cacos (que se irán desconsolados ante tanta carencia), y estas plantitas en latas de chiles levantan la vista de las paredes...
-Y a ver si no chafeamos con este letrerito que dice "Bienvenidos al hogar, dulce hogar", o con este otro: "Pásele a nuestra casa: en ocasiones parece manicomio, pero en general, lo es".
Emiliano Pérez Cruz




Pon esas Manitas Sobre el Teclado
Nunca muestre sus nickname o números de tarjetas de débito en una conversación de mensajes de lleva y trae.
Guntilda dice:
-Oye, Hieronymus...
Hieronymus dice:
-No estés chingando.
Guntilda dice:
Está buenísimo el chiste que me mandaste. Súper, gracias.
Hieronymus dice:
-No te excedas. Y deja de dar lata, estoy en chinga.
-¿En serio? Ya no me quieres.
-Todo con medida.
-¿Ya ves cómo eres? Ya que tuviste de mí lo que querías, te has distanciado.
-No, como crees, pero es que me agarras en plena chinga.
-No me gustan los amores a medias.
-Tonces invita a las enteras, a ver si te enteras.
-Je, je, je: muy gracioso. ¿Siempre eres así? Digo, tan divertido... ¿Estás muy ocupado?
-Dos-dos
-Mmmhhh.
-¿Eso fue mmmhhh o ¡uhmm, qué rico! ¿De qué te acordaste? Pon las manos sobre el teclado, cochinita. Y no toy tan ocupado.
-¡Ehhhh, eso me agrada bastante! Hace mucho que no sabía nada de ti.
-Es que te pierdes. Y además: de lo bueno, poco.
-Sip.
-No te pierdas, Guntilda
-No, qué pasó: yo sigo aquí. No me pierdo, Hieros.
- No te pierdas de darte al gusto y a la perdición, Guntilda.
-Sí, ¿verdad? Ando en eso. Pero como que no se me da del todo eso de dejarme perder.
-Ponle dedicación y si no, llama: nosotros vamos.
-¿¡De veras!?
-No, paso. Calmex, no te apaniques.
Guntilda dice:
-Ta güeno... Oye, ¿es malo querer hacer el amor con dos hombres? Sorry por la confianzota.
Hieronymus dice:
-No, si me invitan; sí, si me excluyen.
-Conste, ehhh. Ya dijiste. Que conste. Y no te arrugues... Aunque me da la idea de que ni comes ni dejas comer... No, ya en serio: qué onda con eso, cómo lo ves.
-Creo que debe ser como en la lucha libre: suben al ring-cama, lucharán a tres caídas de tres sin límite de tiempo, todos en tanga al inicio del encuentro, sudas con uno, te refrescas con el otro, al vuelo sales despedido por los aires, te aplican un candado, pones al adversario de espaldas a la lona, me das un respiro con la cuenta de protección, subes al encordado dispuesta a concluir el encuentro, pero te atrapan al vuelo, viene un juego de llaves que degenera en batalla campal...
-Oye, nunca me llevaste a la lucha libre...
-Para qué, si en mi casa se da a todas horas... Ayer mismo.
-Qué pasó, mi amor... Oootra vez se pelearon tus papás.
-Pero más rudo... Mi padre aventaba todo cuanto a su paso hallaba. Mi madre no soltaba el martillo. Sangraba por la nariz. Yo estaba escondido en el guáter... Siempre es lo mismo: él llega con tragos encima. Ella le pide dinero. Para el gasto de la semana. Él de güevona no la baja. Ella le dice: "Pinche briago inútil". Él tiraba puñetazos que a veces daban en el blanco móvil que es ella, quien llegó a darle un rozón con el martillo en la nariz.
-¡Ayyy, mi vida...! ¿Estás triste? ¿Quieres que vaya a tu casa?
-Ya te dije que tengo trabajo. Y no me atrae la conmiseración. Prefiero relajarme y contarte... ¡¡¡En esta esquina...!!! Mi padre tropieza. Mi madre llega hasta él con el martillo en alto. Yo abro los ojos al máximo. Espero el golpe. Pero el martillo resbala. Y tras él, mi madre aterrada sacude la cabeza de mi padre. Besa su rostro, arrisca la camisa y a besos recorre su pecho hasta el vientre. Con la lengua limpia su ombligo peludo. Mi padre entreabre los ojos y se relaja. Lo que sigue ya lo sé. Por eso, sin hacer ruido, salgo. Afuera ya no huele a alcohol ni a bascas. En la esquina la banda rola la bacha de mota. Ahí estoy, estiro la mano. Aspiro. El humo me desguanza. Adentro, en mi casa, era mucha la tensión.
- Ayyy, qué triste es todo eso. No sé, que me derrito nada más de escuchar que en la lucha libre todo se vale. Hasta se pueden matar si no toman las con sus debidas precauciones. Pero las broncas en casa, ay, no sé: son tan terribles.
-¡Luuuchaaarán a dos caídas de tres! En la calle quemamos el cigarrillo con todo el fervor del mundo. Quemar mota es un placer. Adentro, él y ella se reconciliaron. Son mis papás. Yo les valgo madres. Tengo 25 años y no gano lo suficiente como para dejarlos que se maten a gusto. Por si fuera poco, hay que trabajar. Mañana hay que trabajar. ¿Para qué? Cada vez pagan peor. Votamos por el cambio, y nada cambió. Ni yo. Ninguno cambió. Trabajo un día sí y tres no. Luego descanso otros tres. Dicen que lo peor está por venir
Guntilda dice:
-Qué penas que tengas que pasar por todo eso
Hieronymus dice:
-Bájale, no seas dramática. Y pon esas manitas sobre el teclado. ¡Unaaaa! ¡Dooossss! ¡Y...!
-Na... Así estoy bien. Mira, para que te imagines lo que quieras. Es mi lucha libre. Entrecierro los ojos y me evaporo en el placer. Con la bata de gasa abierta al frente, danzo sobre el pasto, sobre la arena, floto en el viento. Volteo hacia donde está ese, mi hombre: abro las piernas, lamo el índice derecho y con él froto mis pezones, trazo círculos alrededor de mi ombligo, acaricio mis piernas, mi ensortijado pubis y lo muevo alrededor de mi misterio, introduzco el dedo, danza mi lengua alrededor de él, hurgo en mi carne y luego chupo, golosa, el dedo.
-Ni creas que correré hasta ti. Pinchi Guntilda, ya hiciste que levantara el escritorio. Contaré hasta diez, contaré que un día me enviaron al mercado, como de costumbre. Y me tardé más de lo debido. Mi madre aguardaba chiles, cebolla, ajos y el retazo de res para guisarlo a la mexicana. Pero al centro del mercado instalaron un ring donde un par de gladiadores se empeñaba en derrumbar uno al otro. El rudo vestía calzoncillo azul. El técnico, rojo. Se medían uno al otro al centro del cuadrilátero.
La lista del mercado, bien cubierta ya, podía esperar. Me gustaba ir al mercado porque colaboraba en el sabor de los guisos que mi madre preparaba. Pero ese día pudo más la lucha libre que la gula. El del calzón azul propina al de rojo un derechazo bien puesto. La izquierda la clavó en el hígado del hombre de calzón azul. Y a mí me dobla el dolor y la resistencia a los jalones de greña que mi madre me aplica, me zarandea con rigor, dobla mi brazo por la espalda y me arrea entre jalones y las carcajadas del vecindario: "Ya te llegó tu Enmascarada de Plátano, güevón", me gritaban burlones.
-El sexo me intriga. Más que sexo, la sensualidad, el amor, el deseo. La última vez que estuvimos juntos fue la mejor de todas, Hieros. Pero creo que te estás volviendo putete. Muy tu gusto, ya lo sé. Pero esa vez me encantó. Pensé que reincidiríamos y con mayor euforia. Te noté más vital, parecías otro.
-Creo que era entendimiento mutuo, y sin inhibiciones.
-¿Crees que yo era diferente también?
-Eras más suelta y con iniciativa. Me encantaba que tomaras la iniciativa, que te sirvieras a tu gusto.
-¿Cuánto haceque no nos vemos? Creo que como dos años o más...
-O más. Aquella vez nos desquitamos y nos dimos todo, ¿no crees? Qué te gustó más...
-Me gustó estar contigo, así como lo hicimos. Pensé que me amabas y que seríamos pareja siempre.
-Me agradó el sabor de tus labios, de arriba y de abajo.
-Fue como un pasón, Hieros. A Hieros mato y a Hieros muero.
-Bájale, pinchi Guntilda. Aunque de recordarte ya tengo una erección.
-Sal, agara un taxi o vente en camión.
-Quizá tú estés húmeda ya. Me encantaría sorberte y sentirte.
-Así es, húmeda y tibia. No sigas... Estamos muy lejos
-Ay, Guntilda: eres imaginativa y con manos y dedos. Si estuvieras aquí, qué te gustaría...
-Sentarme en tus piernas
-Qué aburrida, ¿y luego?
-Paso a levantarme el vestido.
-No se para qué, si estoy más flácido que tlaconete en sal.
-No durarías mucho así... Espérame, que llegó el lechero; sin albur...
-¿Ya ves? Provocas el incendio y te vistes de bombero, reinita... Te espero...
Guntilda dice:
-Ya estoy aquí. Y me tocaría así, de pie, frente a ti. Me acariciaría el clítoris.
Hieronymus dice:
-¿Me lo acercarías?
-Sí...
-¿Luego...?
-Te diría: ven. Acércate, ayúdame con tu lengua, arrodíllate, tu lengua lo hará mejor que mi dedo. Tú tienes el mando, soy una incondicional que hace lo que quieras, por ejemplo...
-Yo te mamo en este momento. Pediste mi lengua. Aquí la tienes
-Dejémoslo para cuando nos veamos. Mejor platícame algo, lo que sea, para que me baje la temperatura.
-Ya vas, te dio meyo. Uhhhh.
-Para nada, pero espero tu llamada. Mientras, lee esto que te escribí.
Guntilda aceptó la transferencia del archivo "Calor.doc". Iniciando la transferencia...
-Ya lo tengo. Leo: Él tiene calor. Ella es mar. Él tiene sed, ella es agua. Él se acerca al manantial que apenas se derrama pero ya es fuego y frescura, hambre y saciedad para el otro; lo es todo, y ya. Todo es lo que ella brinda y lo mucho que uno recibe. La boca de él y los labios de ella se funden en una succión que los hace levitar. Se hace la magia del tacto, se mira con la piel, se huele con la mirada extraviada., el olfato degusta y el sabor sabe con intensidad salobre y amielada, amarga y acidulce, los dedos revolotean alrededor de Venus y se entretiene entre la ensortijada vellosidad el dedo medio. Son él y ella. Son la vida, el gusto, el placer, el enamoramiento...Creo que me saliste escritora, pinchi Guntilda. Me gusta.
-En vivo y a todo color, soy mejor. Pero le sacas al parche, Hieros. Putete. Te voy a regalar un dildo negro y...
-Ai te va esto, deja de lanzar caca al prójimo: Mi padre fue carpintero y gran aficionado a las funciones de lucha libre. Se tomaba dos tres tequilas, vaciaba sus bolsillos, apartaba un fajo de billetes y a los tres hermanos los llevaba a la arena. Vestíamos nuestras mejores garras y ¡vá-mo-nos! A la entrada de la arena reaparecía el fajo y disminuía por el costo de pambazos rellenos con papa y chorizo y bañados en salsa roja, y los refrescos. A la salida comíamos sopes y tostadas y tacos dorados. Al salir de la casa mi padre era otro, su rostro adusto se distensaba, sonreía y hacía bromas y decía leperadas que le sentaban bien: ayjosdesuchi, pasumá, chinchonamadre y otras por el estilo. Cipriano le llamaban; sin apodo, sin nada que le avergonzara. Mi padre nunca me avergonzó. Ni a mis hermanos. Un viernos no llegó. Lo esperábamos con ahínco. Pagaría sopes, tostadas y quesadillas, puro manjar. Pero no apareció...
-Uggghhh, puro realismo socialista, Hieronymus. No aprendes. Mejor deja de chatear y vente.
-Nos venimos. Pero los dos.
Guntilda dice:
-Me encanta la idea. Haremos compras, traes un chubi y el vino y nos encerramos hasta que caiga la tarde.
Guntilda dice:
-Yo te aviso, sería la semana entrante. ¿Vale?
-Vale
-Un abrazo, y te mando una foto mía, sin tanguita.
-Yo me quedo con el sabor de tu sexo.
-Y yo con el grosor de tu miembro en mi mano.
-Me encanta la idea... Oye: en Archivo pide Guardar como. No tires esta conversación y mándamela por mail, ¿ok?
-Oqui. ¿ tú no lo puedes hacer, güevón putete?
-Oh que la canción. Púdrete.
-Chau.
-Bai.
Emiliano Pérez Cruz

Ya Somos Muchos en este Zoológico
Para Arturo Olvera
Los perros, enardecidos, no daban reposo, pero Mapache -a las diez de la noche de ese domingo- arribó por fin a su destino: el expendio de cerveza. Se aferró a uno de los postes que sostenían el tejabán; el agua de lluvia le escurría por el rostro.
Sobre el tejabán, el tamborileo de las gotas de lluvia se incrementó. En la calle, ni un alma. Tras las rejas del expendio, Hermano Burris se atusó los enormes bigotes. Mapache soltó la maleta con el escudo de los Pumas y se repantingó sobre el tronco de árbol que servía de asiento a los consumidores.
Cada quien apuró sus cervezas y se despidió. Mapache ni siquiera probó la suya. Clavó la barbilla sobre el pecho y en segundos sus ronquidos poblaron la solitaria calle.
Chanate se incorporó, inhaló profundamente de su estopa y caminó hasta el tejabán; recogió el envase, intacto el líquido. Mapache roncaba. Del sueño pasó al desmayo.
Chanate limpió con la estopa su charrasca de acero e inhaló, inhaló, inhaló.
Emiliano Pérez Cruz

A los pinches chamacos
Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé. Una vez me dediqué a matar moscas. Junte setentaidós y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca.Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí, mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos: pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo que pasa.Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo por que me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja.A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos. Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O deplanamente se la robó.Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones.Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos?Vamos a platicar con el señor Miranda.Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos.Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable.Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón.Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta.Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate.No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto.Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo.Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien.Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra.En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr.Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea…La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló.La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro.Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba.La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza.Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.Los tres teníamos la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté.¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo.Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado.Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos.Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija.Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.

Francisco Hinojosa

El guardagujas
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.


-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
Juan José Arreola

Pedro Navaja
Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar
con el tumbao' que tienen los guapos al caminar,
las manos siempre en los bolsillos de su gabán
pa' que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal.

Usa un sombrero de ala ancha de medio lao'
y zapatillas por si hay problemas salir volao',
lentes oscuros pa' que no sepan qué está mirando
y un diente de oro que cuando rie se ve brillando.

Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer
va recorriendo la acera entera por quinta vez,
y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar
que el día está flojo y no hay clientes pa' trabajar.

Un carro pasa muy despacito por la avenida
no tiene marcas pero toos' saben ques' policia uhm.
Pedro Navaja las manos siempre dentro 'el gabán,
mira y sonríe y el diente de oro vuelve a brillar.

Mientras camina pasa la vista de esquina a esquina,
no se ve un alma está desierta toa' la avenida,
cuando de pronto esa mujer sale del zaguán,
y Pedro Navaja apreta un puño dentro 'el gabán.

Mira pa' un lado mira pal' otro y no ve a nadie,
y a la carrera pero sin ruido cruza la calle,
y mientras tanto en la otra acera va esa mujer,
refunfuñando pues no hizo pesos con qué comer.

Mientras camina del viejo abrigo saca un revolver, esa mujer,
iba a guardarlo en su cartera pa' que no estorbe,
un trenta y ocho esmithanhueson del especial
que carga encima pa' que la libre de todo mal.

Y Pedro Navaja puñal en mano le fue pa' encima,
el diente de oro iba alumbrando toa' la avenida, ¡se le hizofacil!,
mientras reia el puñal le hundía sin compasión,
cuando de pronto sonó un disparo como un cañon,
y Pedro Navaja cayó en la acera mientras veía, a esa mujer,
que revolver en mano y de muerte herida ahí le decía:
"Yo que pensaba 'hoy no es mi día estoy salá',
pero Pedro Navaja tu estas peor, no estas en na' "

Y creanme gente que aunque hubo ruido nadien salió,
no hubo curiosos, no hubo preguntas nadie lloró,
Sólo un borracho con los dos cuerpos se tropezo,
Cojio el revolver, el puñal, los pesos y se marchó,
Y tropezando se fue cantando desafinao'
El coro que aqui les traje y da el mensaje de mi cancion.

"La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida" ay Dios...
pedró navajas matón de esquina
quien a hierro mata, a hierro termina

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ay Dios...
Valiente pescador, al anzuelo que tiraste,
en vez de una sardina, un tiburón enganchaste.

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios
Como decía mi abuelita, el que último rie, se rie mejor....
Rubén Blades

Las ruinas circulares
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Jorge Luis Borges

Bodas negras
Oye la historia que con tome un díaun viejo enterrador en la comarcaera un amante que por suerte impíatu dulce bien le arrebato la parcaTodas las noches iba al cementerioa visitar la tumba de su hermosala gente murmuraba con misterioes un muerto escapado de la fosaEn una horrenda noche hizo pedazosel mármol de la tumba abandonadacavo la tierra y se llevo en su brazosal rígido esqueleto de la amadaY allá en la oscuridad más que sombríade un cirio fúnebre a la llama inciertasentó a su lado la osamenta fríay celebro sus bodas con la muertaAto con cintas los desnudos huesosel yerto cráneo corono de floresla horrible boca se lleno de besosy le conto sonriendo sus amoresLlevo la novia al tálamo mullidoy se acostó a ella enamoradoy para siempre se quedo dormidoal rígido esqueleto abrazado
Papa se incendia
Mi padre se vuelve al catolicismo
y quiere que yo también me vuelva.
Quiere que salgamos esta tarde
con una biblia bajo el brazo
a visitar a todo su público pudiente.
Mi padre quiere que le ayude a montar
un escenario sobre el techo del Abasto.
¡Para que toda la gente lo escuche!
¡Para que toda la gente lo aclame!
Mi padre pasa hablando del amor de Dios.
¡Ay, Dios mío tendré que soportarlo!
Mi padre pasa elogiando la remera
que Durand trajo de Inglaterra.
Mi padre pasa haciendo bromas brillantes.
Mi padre, púdico sentimental, pasa recién afeitado
Papá se cuelga del cartel de Coto, le agarra
la electricidad y cae sobre el asfalto mugroso.
Papá pierde el conocimiento, y cree que es
Ricardo Zelarayán.
Si no estoy mintiendo un poco, ya no odia
a Enzo Francescoli.
Es más, cree que es Enzo Francescoli
y anda haciendo chilenas por el aire.
Papá pisa un cable de su escenario y se
incendia,
desde abajo todos le tiran baldazos de agua
y le dicen: ¡Largáte! ¡Largáte!
Papá se larga y sale corriendo
(¡envuelto en llamas!)
hasta Tucumán y Agüero,
para el 46 hace bajar a toda la gente y se va
con el colectivo. ¡Y el colectivero de rehén!
Papá maneja el colectivo descontrolado,
el 46 da vueltas como un trompo
hasta que se mete en el Rancho A y B
donde los bolitas bailan cumbia.
El 46 dejó un gran aujero en la tierra.
Papá desapareció.
Los ratis de la 21 todavía lo andan
buscando.

Papa puños de dinamita
Todos los paraguayos odian a Papá.
Porque ese hombre es un demonio.
Porque cuando suena la cumbia nadie
la baila como él.
Porque papá se cojió a la más linda
de Samber Club,
cuando todos los paraguayos bailaban
cachaca mexicana.
Ahora la luna apenas entra por los
reservados, una mesita con un vaso
de Gancia a medio terminar...
Papá ha muerto a manos de la colectividad
paraguaya.
Y de nada le sirvieron sus puños
de dinamita, su fama de secuestrador
de colectiveros...
Y la paraguaya que papá se cojió
en el Samber Club, la que se hacía trincar
con todo aquel que no fuera paraguayo,
baila en el escenario.
La luna, afuera, ilumina la Estación
Constitución.
Santiago Vega

En todas las casas...
En todas las casassiempre habitará un poetacon una hermana (que no es poeta)que le diráque escriba una biografíasobre su familia.En todas las casashabitará una poeta-loca además-como aquellas que sostienena duras penassus propias biografías desdeñables:Ellas avizoran pasados autistasmujeres que dicen palabras soecesdan tumbos a medianoche.En todas las casashabitará un primo lejano-que vive en otro país-y que busca (en inglés)la génesis de la familia.Conoció, hace añosa esta pariente esquizoide(tan callada, tan lejana -dijo-)(So quiet, So Withdraw)No la reconoció en su última foto.(lucía tan diferente)(She looked so different,so atractive, so outlocked)En todas las casashabitará una hermana poeta-loca además-que busca su propia desdeñablegénesis(aquella que ya conocemos)En todas las casashabitará una hermanaque le pedirá a su hermana poetaque escriba la historiade la familiaEsta poeta (loca de la casa)pasará a formar parte de esta sagael día en que deje el teléfonodesconectadoen el filo de la madrugada.
Martha Kornblith
Muerte sin fin
Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí —ahíto— me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
—más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
¡Mas qué vaso —también— más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!

(…)
Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.

[BAILE]

Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!
José Gorostiza








La ventana abierta
-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya habíahabido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.

-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
Saki

Años
De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:
-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
-Es bonito ser sinceros, como nosotros.
-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.
-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Silvia me dijo:
-Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla.
Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.
Cesare Pavese
Poesía Sucia cuatro


Es un abuso
ser el último para la primera que se me atravesó
Ven a recoger tus ganas de largarte
te las he estado guardando desde ayer que te fuiste
solo vete y no olvides la llave,
los productos del botiquín
los discos de los cadetes de Linares y los invasores de Nuevo
León...
o déjalos pero sácame el corazón y córtame las orejas
si te haz de largar mañana
hoy cogemos de una vez
Y por favor
no preguntes a los perros por mi
ni leas la nota roja en el periódico
ya no respondo por ésta locura amable cercana al suicidio
criminal
me fui para nunca
Con la mejor de las putas:
La luna
que se acuesta conmigo
por cervezas y cigarros
solo por si se te ocurre regresar
ya sabes la dirección:
la primera calle de la soledad
esquina con la chingada
Omar Gámez Navo

Poesía Sucia (y... I)
En la Casa del Patraka Espantan 5
ediciones Sangre de Yugular
Cabrón amor
El que te traigo
No se si te extraño más yo
O el perfecto tendido de mi cama...
Debería reinventarte
a partir del sostén
que olvidaste
en lo desesperado que resulta la cocina
Si no existieras
fueras la foto tuya:
las manchas de semen en la pared no mienten
Solo tienes veinticuatro años
Y dejaste huérfano a un hijo de veinticinco...
Solo le enseñaste a tender sábanas,
a que los ruidos más allá de la puerta
podrían significar salirse o salirnos
a que las manchas
se endurecen
en todo trapo
y en poco tiempo
Te extraño
aunque jures y perjures
que los maniacos no extrañan...
Cabrón amor el que te traigo
Omar Gámez Navo


Batichicos
Escuela de teatro
El taxi avanza despacio. Al llegar a la esquina, el chofer gira el volante hacia la derecha y observa cómo los faros aclaran una hilera de coches estacionados a cada lado de la calle. El persistente golpeteo que producen un par de pequeñas piedras incrustadas en cada una de las llantas delanteras le indican su velocidad. César busca una casa tal como se la explicó Hernán: una reja de hierro pintada de rojo, un par de pequeños faroles y ningún espacio para estacionarse.Los pequeños charcos del pavimento reflejan la luz que sale de las ventanas, casas y lámparas. César baja la ventanilla y recorre la calle hasta distinguir la reja y los faroles escondidos entre los arbustos. Sube la ventanilla, revisa la corbata y el pelo. Le hubiera gustado llegar con otra ropa, pero la junta con los potenciales proveedores de envases se alargó demasiado y no tuvo tiempo para llegar al hotel o quitarse el traje. Cierra la ventana y espera que el taxi se detenga para bajar.La entrada de la casa está bloqueada por el único tramo visible de reja. César sigue el camino ondulante que se dibuja en los adoquines de la banqueta hasta llegar a los arbustos. Toca la pared para asegurarse que esté seca y se recarga en ella mientras busca algo que se mueva entre los coches estacionados. La puerta no tiene candado pero Hernán le dijo que no se metiera sin él.Cinco minutos. Ni una persona ni un coche han pasado por la calle. La corriente fresca de la tarde cambia en un momento y se convierte en el aire de la noche, más ligero y frágil, cambiando siempre de dirección, perpetuamente, lo suficiente como para metérsele entre el pantalón y los calcetines, lo suficiente como para recordarle que en Querétaro no se puede confiar porque en las mañanas nadie sabe cómo va a ser el resto del día.Un coche pasa lento, baja la velocidad un poco más al pasar frente a donde César está recargado y acelera. Mientras lo sigue con la vista, observa cómo se encienden dos luces rojas: ya ha encontrado dónde estacionarse. Un hombre abre la reja metálica junto a César.- ¿Se le ofrece algo?- No, gracias, estoy esperando a un amigo.- ¿Lo conozco?- No sé, se llama Hernán Farías.- Me refiero a usted.- No, no creo.El hombre lo ve, revisa su apariencia mientras él se vuelve a concentrar en el camino donde se quedaron las luces rojas.- Espérelo adentro.César despega el cuerpo de la pared y se ve reflejado en el vidrio polarizado de un coche. Atraviesa la reja y entra en un pequeño pasillo delimitado por dos enredaderas.Ahora el hombre se le acerca, lo acompaña por el pasillo hasta llegar a una puerta de madera con chapa dorada y la abre.- Acaba de terminar lo mejor -le dice- Pase y espérelo.César ve a su lado a un gordo de sombrero texano, con la mirada perdida en la cortina roja, parado junto a la puerta, donde hay otros tres.El hombre que lo acompañó trata de cerrar la puerta, pero César le estorba.- Nomás espérese un rato y va a ver buena carne -le dice, mientras lo empuja lo suficiente para, ahora sí, cerrar la puerta.- Gracias -alcanza a contestar, mientras entrecierra los ojos para acostumbrarse a la poca luz.Un mesero, con escaso pelambre en cabeza y mejillas, se acerca y le ofrece una mesa en el extremo derecho. Camina hacia ella y empuja una silla hasta tocar la pared. La puerta que da hacia la calle se abre y entra Hernán.- ¿Qué va a tomar?César no contesta, espera que Hernán llegue hasta la mesa y tome una silla.- Tráeme una botella de Ron y quiero saber dónde están las viejas. Le dice Hernán al mesero, mientras se termina de acomodar.El mesero se aleja. César ve la pared detrás de él: alfombra en la parte de abajo, arriba buena madera con luces neón, verdes, anaranjadas y rojas, que enmarcan las páginas interiores de diarios y revistas, pósters de mujeres sobre motocicletas con camisetas mojadas y conejitas de Playboy. Los mosaicos del piso, rombos blancos y negros, semejan círculos que convergen en el centro del salón: cinco cruces formadas por mesas altas, un tubo cromado en el centro de cada una y una cortina roja atrás de cada cruz. Seis mesas pequeñas alrededor de las mesas altas. Son las primeras en ocuparse.- Aquí tiene -dice el mesero que ha regresado con tres botellas de agua mineral y una de Ron. César voltea a verlo.- ¿Y las viejas?- Eso es en el segundo piso -contesta el mesero, señalando la escalera al lado de la barra.- ¿Y por qué no me lo dices antes de pedir?- Porque hay consumo mínimo para poder subir.César toma la botella y gira el tapón para romper el sello metálico.- Pos me la llevo de una vez y te la pago cuando baje.- Ni madres -responde el mesero- págala ahora, luego te truenas toda la lana arriba y estos son negocios distintos.- Si son distintos, entonces ¿por qué pides consumo mínimo?- Págala antes de subir, luego te la puedes chupar tú sólo.- Oh que la…Hernán se adelanta, paga la botella, se la da a César y sube. Él lo sigue unos escalones más atrás.Al cerrar la puerta del segundo piso, la luz desaparece poco a poco. Adentro, César ve un pasillo a la izquierda, con paredes desnudas, mientras una figura femenina se le acerca.- Buenas.La mujer no contesta, se detiene a su lado y lo toma del brazo. Él se deja llevar por el pasillo, en el que ahora se ven puertas con pequeños números.- ¿Como te llamas?Ella sigue caminando. Voltea a verla, pero la escasa luz le impide fijar sus facciones.- ¿Cómo te llamas?- Lizzette.- ¿Y tienes un catálogo?- ¿Un qué?- Un catálogo.- ¿Siempre te tratas de hacer el primerizo?- ¿Tienes o no?- Tengo lo que tú quieras.- ¿Y están como las de los pósters?- ¿Cuáles pósters?- Los de abajo.- De veras estás jodido. Ves muchas películas, ¿verdad?- Quiero una que esté delgadita, como las de los pósters.La mujer no le contesta y sale por el pasillo. César ve a las otras mujeres sentadas. Ni siquiera lo miran, ya habló con Lizzette y seguro se arregló.

La botella de Canaima descansa en el centro de la mesa junto a una cajetilla vacía, otra sin abrir y el encendedor metálico. Las sábanas estampadas con flores y la colcha con hebras de distintos tamaños cubren la mitad superior del cuerpo de Patricia, dejan que la luz filtrada entre las persianas camine por los erizados poros de sus piernas y nalgas. Sentado a los pies de la cama, César la ve.- Siempre había querido acostarme contigo -le dice-. Mira que me vino a suceder aquí, en Querétaro.Los pies de Patricia, con uñas desteñidas como las sábanas y dedos deformados por los zapatos estrechos, se doblan. Los muslos están tensos y se van encogiendo poco a poco, metiéndose por completo bajo la tela deslavada.- Ojalá y lo podamos hacer otra vez -continúa César.Las sábanas se mueven al ritmo del cuerpo bajo ellas. Movimientos lentos y cortos las bajan apenas unos cuantos centímetros, suficientes para dejar ver una cabellera rojiza primero y, más abajo, dos ojos aún más rojos.- Sí, es cierto, no me veas así. Siempre me gustaste, desde que estabas como secretaria del jefe de Sistemas. Nunca te dije nada porque no tenía caso, siempre había al menos tres tipos detrás de ti, como perros, y ellos siempre andaban de traje y corbata, todos arreglados, nunca se paraban en la planta, no se fueran a ensuciar. Yo, en cambio, tenía que arreglármelas a diario con algún equipo que necesitaba mantenimiento y al final tenía un montón de manchas de cuanta comida salía entre los fierros, muchas veces, cuando quería darme una vuelta por tu lugar, al menos para verte, me daba cuenta que la limpieza de los ductos de alimentación de la olla tres me había dejado la ropa oliendo a rayos.César toma una de las puntas de la sábana y busca los tobillos de Patricia. Ella siente su mano y recoge rápidamente las piernas, haciéndose ovillo. Él pone su mano izquierda sobre la sábana, tomando el tobillo de Patricia.- Nunca me hubiera imaginado que trabajabas aquí, te creíamos en el De Efe. Tu amiga Dalia Sofía nos platica en el comedor de lo bien que te la pasas en chilangolandia, una vez nos dice que estudias teatro y a la otra nos cuenta cómo le estás haciendo para estar en los coros del nuevo disco de Mijares; a veces uno cree que es tan mentirosa como Fernanda, pero luego piensas que no, que te estás ganando un lugar en el espectáculo, que tienes mucho futuro.- ¡Cállate!- Lo siento, Patricia, es que a uno le cuentan eso casi a diario y se siente muy contento de conocer a una nueva y, dentro de poco, famosa cantante.- Ya párale. Esto se va a quedar aquí. Si alguien se entera en la planta te juro que te mato. No sé como no te reconocí cuando entraste.- Es que la luz aquí esta bastante jodida, pero no te preocupes, de mí no va a salir. Además, más de uno de esos que andaban tras tus huesos me mataría primero.La mano de César sube por el tobillo hasta el muslo. Patricia recoge más las piernas tratando de hacerse ovillo y él baja de nuevo la mano hasta la altura del tobillo.- ¿Sabes? Estuve jugando con Dalia Sofía.- ¿Cómo que jugando? ¡Si le haces algo o le cuentas algo…!- No le hice nada. Inventamos un equipo de voleibol para el torneo de la planta, Gonzalo le puso los Batichicos.- ¿Y quiénes juegan?- Somos de todas partes, hay gente de la planta, de Control de Calidad, de los laboratorios, unos chavitos que están haciendo su servicio social, una chava de recepción que está bien lurias, además de Dalia Sofía y otros que sabe Dios de donde salieron.- Pero, ¿Cómo le hicieron para juntarse? ¿ya se conocían?- No, pero como a Gonzalo ya no lo quisieron en el equipo de Recursos Humanos, se inventó otro con todos a los que no nos metieron a jugar en los de nuestro departamento.Sin soltar el tobillo, César comienza a acariciarlo, mientras su mano derecha busca la pierna de Patricia.- ¿Vas a volver?- ¿A qué?- Pues no sé. A tu casa.- ¿A ti qué te importa?- Con todo lo que dice Dalia Sofía de ti, vas a tener que regresar algún día ¿acaso crees que se vana a olvidar de ti? ¡Si tú eres su esperanza!- ¿Y qué les voy a decir?- Algo se te ocurrirá.- No seas estúpido. Si regreso tengo que llevar algo de lo que he hecho para mostrárselos.La mano derecha de César encuentra la pierna que buscaba. Afianzada, ahora su mano izquierda abandona el tobillo rumbo a la otra pierna.- ¿No te gustaba el trabajo en la planta?- ¿Qué más podía lograr en ese pobre escritorio? Sólo amargarme poco a poco. Yo quería algo más allá de un par de uniformes nuevos cada seis meses y unos zapatos que combinaran.- A muchos les gustabas.La cara de Patricia sale por completo debajo de las sábanas. Toma una almohada, la pone en su pecho y se sienta en la cama.- ¿Y luego? Todos eran simples empleados, no iba a salir de una casa de interés social, pagada a veinte o treinta años, con un auto lo suficientemente viejo para poder pagarlo y lo suficientemente nuevo para que no me deje tirada. No, ya veo que mis salidas serían sólo al martes de frutas y verduras, a la escuela de los niños y a alguna clase donde me enseñaran cómo hacer lindos y sabrosos pasteles para vender y ganar más dinero, con el que ayudaría a mi esposo, porque el maldito dinero, como siempre, no nos alcanzaría.- ¿Así te veías?- ¿Y cómo te ves tú dentro de diez años?- Yo voy a salir adelante.- ¡No seas estúpido! Llevas cinco años en la planta y no has podido cambiar el auto.- Te equivocas, ya lo cambié.- ¿Y en cuántos años lo vas a pagar?- En cincuenta meses.- Qué jodido.César empuja las sábanas y deja descubiertas las piernas de Patricia. Se acomoda a su lado, toma la almohada y la estira. Patricia no la suelta, la mantiene aprisionada. Él la observa, sus ojos siguen rojos, sólo que ahora de un rojo encendido. Suelta la almohada, se levanta de la cama y comienza a vestirse. Patricia lo sigue con la mirada.- ¿Te vas a quedar en Querétaro?- Por un tiempo. Voy a regresar al De Efe, me pondré a estudiar en otra escuela de teatro, al cabo hay muchas allá. Terminaré, comenzaré a actuar, seré famosa y entonces sí podré regresar a Monterrey.- ¿Y si no lo logras?- Entonces me busco un hombre con dinero, me caso y regreso con familia y todo eso.- ¿Y tú crees que lo puedas hacer?- Sí. Hay mucho pendejo en este mundo.Mientras termina de vestirse, César observa los ojos de Patricia: siguen rojos. Mete la mano al pantalón y saca un par de billetes. Los pone junto a Patricia y se va hacia la puerta.- Toma, para que sigas juntando. Me imagino que las escuelas de teatro son caras. El mes que viene hacemos una auditoria por acá y me doy la vuelta para saludarte.- Ya no me encontrarás aquí, estaré estudiando.- Como digas.
Pedro de Isla
Batman
Recomenzando siempre el mismo discurso,
el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para distraer al silencio;
la persecución, la prosecución y el desenlace esperado por todos.
Aguardando siempre la misma señal,
el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.
(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto…)

La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo enrojeciendo,
durante la sospecha de la gran visita, mientras las costras sagradas se desprenden
del cuerpo antiquísimo de la resurrección.

Quiero decir
el gran experimento.
buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla faltante,
y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos
porque las luces eternamente se apagan de pronto, mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese corto circuito,
de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.

Llamando, llamando, llamando.
Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,
llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes, con artificios inútilmente reales,
con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos,
con argumentos despellejados por el acometimiento que no se produce.
Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío, con el cable de alta tensión del delirio.
(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases, de ciertos discursos acerca del infinito.)

Recomenzando, pues, el mismo discurso,
recomenzando la misma conjetura,
el Clásico desperfecto en mitad de la carretera,
el Divinal automóvil con las llantas ponchadas
entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos, que transitan Clásicamente en sentidos contrarios.
Recomenzando, pues, la misma interrupción,
La pedorreta histórica de las llantas ponchadas,
el sofisma de cada resurrección,
el ancla oxidada de cada abrazo,
el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento desde afuera de la palabra, como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer,
como dos enfermeros que no se coordinan para levantar al mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.

(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto su sombrero de copa de ilusionista;
ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos lavamos las partes irreales del cuerpo,
o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma,
las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa,
la danza de los siete velos velada por la transparencia del dilema;
y por la noche, antes de acostarse,
la dentadura postiza en el vaso de agua,
la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el vaso de agua.)

La señal... la señal... la señal...

Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,
mirándote pasar en tus estatuas,
flotando nuevamente en tus palabras.
La señal, la señal, la señal.
Y entretanto paseas por tu habitación.
Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,
ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,
ese gran reflector encendido de pronto en la noche.

Y entretanto miras tu capa,
contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados sobre la silla, hechos especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda, aparezca en el cielo nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones al progreso,
requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de parecerse a alguien
que acaso fuiste tú mismo
o ese pequeño dios, levemente maniático,
que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas en el espejo.

Miras por la ventana
y esperas...
La noche enrojecida asciende por encima de los edificios traspasando su propio resplandor rojizo,
dejando atrás las calles y las ventanas todavía encendidas,
dejando atrás los rostros de las muchachas que te gustaron,
dejando atrás la música de un radio encendido en algún sitio y lo que sentías cuando escuchabas la música de un radio encendido en algún sitio.

Sigue la noche subiendo la noche,
y en cada uno de los peldaños que va pisando, una nueva criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un picotazo,
y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los restos del peldaño o cascarón diluido ya en aire;
y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar a esa mujer
que según dices
debe ser salvada.

¿En qué sitio, en qué jadeo
el sueño recorre el apetito reconcentrado de los dormidos?
¿Qué ola es ésa, que al golpear contra el casco
hace que el marinero de guardia ponga atención por un momento, para decirse después que no era nada
y torne a pasearse por el cuarto, mirando de vez en cuando por la ventana las luces dispersas de la calle?
¿Qué ir y venir está gastando el cuerpo de su andanza
contra el casco manchado, cubierto de parásitos marinos?

...porque de pronto has dejado de pasearte por la habitación.
¿Acaso escuchas realmente ese ruido? ¿Ese ruido viene del pasillo o viene de tu deseo?
(Cierta especie de ruido que tropieza con cierta especie de silencio dentro de ti,
como alguien que se topa con una silla al caminar a oscuras...)

¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte auxilio!
¡Tal vez fue esa mujer quien lo encendió!

Pero no, todavía no,
nadie camina por el pasillo hacia tu puerta, nadie tropieza con una silla dentro de ti,
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos de héroe,
listos para cuando entres en acción.
¿Pero por qué no han encendido ese gran reflector?
¿Es sólo el ascenso de la noche lo que deja sus cascarones rotos en el aire?
¿Qué criatura de la oscuridad picotea para que el aire tome forma de cascarón roto, de peldaño dejado atrás?
¿Qué es aquello que detiene de súbito tus paseos por la habitación mientras te dices 'Acaso deba esperar otro rato'?

Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo rayándolo fugazmente con sus pequeñas luces de navegación?
Y algo dentro de ti que tú crees que es la noche allá afuera,
cruje pisando cascarones rotos, peldaños donde el cuerpo de su andanza deja un hilo finísimo de baba o soliloquio,
mientras retorna el fantasma de una mujer bandeado por la oscuridad
donde el mar se encaverna después del zarpazo,
y ese fantasma, que es la otra cara de la espuma, repite contra el casco del barco el golpe del sueño
salpicando al silencio desde lejos.

Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo?
¿Qué es ese ruido que te hace mirar tu traje y tu antifaz,
y asomarte después por la ventana?

Ir y venir alrededor de una silla,
enrevesado viaje alrededor de una silla, guardando el equilibrio difícilmente
al caminar y girar sobre un hilo finísimo de saliva.

Ir y venir, habladuría alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
ir y venir alrededor de un viejo y descompuesto automóvil que estorba el tráfico en la carretera,
gestos entrecruzados, habladuría de ventanas y escaleras
labrando la estatua cuyo sentido griego vacila y se viene abajo en el trayecto entre una ventana y un reflector que no se ha encendido,
mientras los cascarones rotos de la oscuridad crujen y se disuelven bajo el brusco aleteo con que la oscuridad va impulsando la noche.

Y otra vez te paseas,
¿quieres desovillar el hilo de saliva, el hilo de palabras sobre el que te balanceas en precario equilibrio?
¿En qué juego de tus frases, en qué humillante silencio has puesto el oído?
Y otra vez te paseas y otra vez te vuelves hacia la ventana,
pero ese resplandor, pero ese resplandor que descubres de pronto,
es el amanecer,
palidísimo gesto de esa luz entre los edificios, donde el silencio enhebra las pisadas lejanas de todo lo nocturno.

¿Y ahora,
qué es lo que sientes que se aleja,
como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la niebla que la luz va a ocupar?
¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía distinguirse
la señal de un reflector encendido?

Paseos alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
monólogo alrededor de una silla donde está un simulacro en forma de traje doblado,
mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas y de los primeros camiones urbanos
que aparecen por las calles desiertas.
José Carlos Becerra



FarawellDesde el fondo de ti, y arrodillado, un niño triste, como yo, nos mira. Por esa vida que arderá en sus venas tendrían que amarrarse nuestras vidas. Por esas manos, hijas de tus manos, tendrían que matar las manos mías. Por sus ojos abiertos en la tierra veré en los tuyos lágrimas un día. 2 Yo no lo quiero, Amada. Para que nada nos amarre que no nos una nada. Ni la palabra que aromó tu boca, ni lo que no dijeron las palabras. Ni la fiesta de amor que no tuvimos, ni tus sollozos junto a la ventana. 3 (Amo el amor de los marineros que besan y se van. Dejan una promesa. No vuelven nunca más. En cada puerto una mujer espera: los marineros besan y se van. Una noche se acuestan con la muerte en el lecho del mar). 4 Amor el amor que se reparte en besos, lecho y pan. Amor que puede ser eterno y puede ser fugaz. Amor que quiere libertarse para volver a amar. Amor divinizado que se acerca Amor divinizado que se va. 5 Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos, ya no se endulzará junto a ti mi dolor. Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada y hacia donde camines llevarás mi dolor. Fui tuyo, fuiste mía. Qué más? Juntos hicimos un recodo en la ruta donde el amor pasó. Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame, del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo. Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste. Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy. ...Desde tu corazón me dice adiós un niño. Y yo le digo adiós.
Pablo Neruda
Oda al gato
Los animales fueronimperfectos,largos de cola, tristesde cabeza.Poco a poco se fueroncomponiendo,haciéndose paisaje,adquiriendo lunares, gracia, vuelo.El gato,sólo el gatoapareció completoy orgulloso:nació completamente terminado,camina solo y sabe lo que quiere.El hombre quiere ser pescado y pájaro,la serpiente quisiera tener alas,el perro es un león desorientado,el ingeniero quiere ser poeta,la mosca estudia para golondrina,el poeta trata de imitar la mosca,pero el gatoquiere ser sólo gatoy todo gato es gatodesde bigote a cola,desde presentimiento a rata viva,desde la noche hasta sus ojos de oro.No hay unidadcomo él,no tienenla luna ni la flortal contextura:es una sola cosacomo el sol o el topacio,y la elástica línea en su contornofirme y sutil es comola línea de la proa de una nave.Sus ojos amarillosdejaron una solaranurapara echar las monedas de la noche.Oh pequeñoemperador sin orbe,conquistador sin patria,mínimo tigre de salón, nupcialsultán del cielode las tejas eróticas,el viento del amoren la intemperiereclamascuando pasasy posascuatro pies delicadosen el suelo,oliendo,desconfiandode todo lo terrestre,porque todoes inmundopara el inmaculado pie del gato.Oh fiera independientede la casa, arrogantevestigio de la noche,perezoso, gimnásticoy ajeno,profundísimo gato,policía secretade las habitaciones,insigniade undesaparecido terciopelo,seguramente no hayenigmaen tu manera,tal vez no eres misterio,todo el mundo te sabe y pertenecesal habitante menos misterioso,tal vez todos lo creen,todos se creen dueños,propietarios, tíosde gatos, compañeros,colegas,discípulos o amigosde su gato.Yo no.Yo no suscribo.Yo no conozco al gato.Todo lo sé, la vida y su archipiélago,el mar y la ciudad incalculable,la botánica,el gineceo con sus extravíos,el por y el menos de la matemática,los embudos volcánicos del mundo,la cáscara irreal del cocodrilo,la bondad ignorada del bombero,el atavismo azul del sacerdote,pero no puedo descifrar un gato.Mi razón resbaló en su indiferencia,sus ojos tienen números de oro.
Pablo Neruda
No Te Amo

No te amo como si fueras rosa de sal, topacio o flecha de claveles que propagan eñ fuego: te amo como se aman ciertas cosas oscuras, secretamente, entre la sombra y el alma.
Te amo como la planta que no florece y lleva dentro de sí, escondida, la luz de aquellas flores, y gracias a tu amor vive oscuro en mi cuerpo el apretado aroma que ascendió de la tierra.
Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde, te amo directamente sin problemas ni orgullo: así te amo porque no sé amar de otra manera,
Sino así de este modo en que no soy ni eres, tan cerca que tu mano sobre mi pecho es mía, tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño.
Pablo Neruda
Artículos de piel
Dicen que Ellos y Ellas venimos de Siberia,
ocultos en gruesas pieles almizcladas.
Yo creo que sí, porque temblamos de emoción
con el aire acondicionado de los centros comerciales.

Lo prueban los zapatos de piel y los cinturones,
las chaquetas de cabra,
los portafolios que nos seducen con el olfato
antes de arrebatarlos de la tienda.
Olor a piel para atreverse...

Las tiendas para caballeros me erizan la piel,
alimentan mi gusto y mi Monte de Venus;
mi tacto se tranquiliza con las mangas de las cazadoras
y con los cintos míticos de ciertos semidioses
que escriben las leyes
que nos organizan a todos en dos mitades.

¡Qué bueno!,
me encanta aquello de tener una mitad
en otra parte,
me fascina que seamos dos tribus
que aún viajan en filas diferentes,
en baños separados,
en oficinas de gobierno,
en consultorios clínicos,
y claro, en las grandes tiendas.

Sin embargo, soy una feminista convencida.
Levantaría una gran protesta
con diez mil de mis mejores amigas
si me prohibieran juzgar al tacto
el arsenal típicamente masculino.
Dana Gelinas
Las Buenas Inversiones
Este breve cuento es en el fondo una historia de cronopios, solo que aquí el cronopio tiene un nombre, sin hablar de un calentador Primus y otras cosas, se llama Las buenas inversiones.
Gómez es un hombre modesto y borroso que sólo le pide a la vida un pedacito bajo el sol, el diario con noticias exaltantes y un choclo hervido con poca sal pero, eso sí, con bastante manteca. A nadie le puede extrañar entonces que apenas haya reunido la edad y el dinero suficientes este sujeto se traslade al campo, busque una región de colinas agradables y pueblecitos inocentes y se compre un metro cuadrado de tierra para estar lo que se dice en su casa. Esto del metro cuadrado puede parecer raro y lo sería en condiciones ordinarias, es decir sin Gómez y sin Literio. Como a Gómez no le interesa más que un pedacito de tierra donde instalar su reposera verde y sentarse a leer el diario y a hervir su choclo con ayuda de un calentador Primus, sería difícil que alguien le vendiera un metro cuadrado, porque, en realidad, nadie tiene un metro cuadrado sino muchísisimos metros cuadrados, y vender un metro cuadrado en mitad o al extremo de los otros metros cuadrados plantea problemas de catastro, de convivencia, de impuestos y además, es ridículo y no se hace, qué tanto. Y cuando Gómez, llevando la reposera con el Primus y los choclos empieza a desanimarse después de haber recorrido gran parte de los valles y las colinas, se descubre que Literio tiene entre dos terrenos justo un rincón que mide un metro cuadrado y que por hallarse entre dos solares comprados en épocas diferentes posee una especie de personalidad propia, aunque en apariencia no sea más que un montón de pasto con un cardo apuntando hacia el norte. El notario y Literio se mueren de risa durante la firma de la escritura, pero dos días después, Gómez ya está instalado en su terreno en el que pasa todo el día leyendo y comiendo hasta que al atardecer regresa al hotel del pueblo donde tiene alquilada una buena habitación, porque Gómez será loco pero nada idiota, y eso hasta Literio y el notario están prontos a reconocer, con lo cual el verano en los valles va pasando agradablemente aunque de cuando en cuando hay turistas que han oído hablar del asunto y se asoman para mirar a Gómez leyendo en su reposera. Una noche un turista venezolano se anima a preguntarle a Gómez por quó ha comprado solamente un metro cuadrado de tierra y para qué puede servir esa tierra, a parte de colocar la reposera, en tanto el turista venezolano como los otros estupefactos contertulios, escuchan esta respuesta: Usted parece ignorar que la propiedad de un terreno se extiende desde de la superficie hasta el centro de la tierra: ¡Calcule entonces!.- Nadie calcula, pero todos tienen la visión de un pozo cuadrado que baja, baja y baja hasta no se sabe dónde y de alguna manera eso parece más importante que cuando se tienen trece hectáreas y se tiene que imaginar un agujero de semejante superficie que baje, baje y baje. Por eso, cuando los ingenieros llegan tres semanas depués, todo el mundo se da cuenta que el venezolano no se ha tragado la píldora y ha sospechado el secreto de Gómez, o sea, que en esta zona debe haber petróleo. Literio es el primero en permitir que le arruinen sus campos de alfalfa y girasol con insensatas perforaciones que llenan la atmósfera de malsanos humos, los demas propietarios perforan noche y día en todas partes y hasta se da el caso de una pobre señora que, entre grandes lágrimas, tiene que correr la cama de tres generaciones de honestos labriegos, porque los ingenieros han localizado una zona neurálgica en el mismo medio del dormitorio. Gómez observa de lejos las operaciones, sin preocuparse mayor cosa aunque el ruido de las máquinas lo distrae de las noticias del diario. Por supuesto, nadie le ha dicho algo sobre su terreno y él no es hombre curioso y sólo contesta cuando le hablan, por eso responde que no cuando el emisario del consorcio petrolero venezolano se confiesa vencido y va a verlo para que le venda el metro cuadrado, el emisario tiene órdenes de comprar a cualquier precio y empieza a mencionar cifras que suben a razón de cinco mil dólares por minuto, con lo cual al cabo de tres horas, Gómez pliega la reposera, guarda el Primus y el choclo en la valijita y firma un papel que lo convierte en el hombre más rico del país, siempre y cuando se encuentre petróleo en su terreno, cosa que ocurre justamente una semana más tarde, en forma de un chorro que deja empapada a la familia de Literio y a todas las gallinas de la zona. Gómez, que está muy sorprendido se vuelve a la ciudad donde comenzó su existencia y se compra un departamento en el piso más alto de un rascacielos, pues ahí hay una terraza a pleno sol para leer el diario y hervir el choclo sin que vengan a distraerlo venezolanos sabiesos ni gallinas tejidas de negro con la indignación que siempre manifiestan estos animales cuando se les rocía con petróleo bruto.
Julio Cortázar
Inmersión terrupta
Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.
– ¡Asquerosa! – brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivorearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abrocojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgandose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
– ¡Payahás, payahás! – crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas que para qué.
– ¿Te das cuenta? – sinterrunge la señora Fifa.
– ¡El muy cornaputo! – vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofitas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.
Julio Cortázar
Por escrito una gallina
Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.
Julio Cortázar

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